Escribir en tiempos de guerra: Amar los huevos revueltos, los churros de punta, los protones verbeneros y aprender que tus cosas no le interesan a nadie más que a ti.

Con estas zapatillas raídas de tanto huir, dulce refugio ha sido siempre la escritura, redil de calma en el que uno, con uno mismo, departe de lo que le da la gana invitando que se enganche al ensanche aquel que vibre con las mismas (des)preocupaciones. Difícil, no imposible, de lograr semejante fuente de ombliguismo (dale al like si te ha gustado el ingenioso comentario).

No, no creo que el lector haya llegado a la tercera línea. Somos titulistas titubeos ante los títulos, «titole(e)s» en catalán que significa «pichitas» en español. «Les petites bites» en francés que no son «pequeños mordiscos» en español, ni moriscos ni mariscos. Tampoco maricas ni mariquitas. Mari pones mariposones en tan poco espacio.

La escritura que permite dicotomizar el átomo de la verdad o la mentira separando electrones, neutrones, protones verbeneros apoltronados en la antimateria.

¿Qué dices? Nada, hago de lo mío un amago de mago amargo. Más de lo mío que no es tuyo, pero se le parece, triste mete el ala bajo la cabeza o al revés.

Que una vez, cuando empecé a llevar estas zapatillas, allá por el 2002, conocí a una portera que se sacaba un sobresueldo con las verbenas orquestadas en su casa. ¡Qué mujer! A los sesenta y diez todavía iba teñida de rubio peligro, se escapaban los canarios de su casa que era un encanto y entraban otros tantos buscando compañía. El vecindario la conocía como «La puta de l’Eixample», donava exemple, daba ejemplo de mujer trabajadora, eso sí que era feminismo. Merodeaba por el barrio de la Sagrada Familia así fuera otoño o invierno enseñando los pinreles. En sandalias los 365 o 366 días del año para mostrar aquellas pezuñas con unas uñas de diez centímetros laboriosamente pintadas. Un trabajo de pedicuro profesional más conocido como «trabajo de chinos». En aquella época, mi Manuel y yo vivíamos en el bloque de la puta en un quinto piso sin ascensor y con entresuelo. Ni qué decir tiene que la relación no duró, me cansé de subir escaleras. Poco después, pusieron ascensor, pero ya era demasiado tarde. Nos habíamos hecho mayores y nuestros intereses habían cambiado de amos.

En aquel barrio me comí unos churros y recordé por qué no me gustaban. Es el sabor a frito, es la masa salada que se mezcla con lo dulce. No, no me van. Tampoco el chocolate caliente que se espesa con maizena y no sabe a chocolate, sino a impostura de color marrón. Ni me digo lo que parece porque perecerían las ganas de churros de todo el mundo y los churreros chocolateros se quedarían sin trabajo. Pretensiones las mías de terminar con uno de los oficios más antiguos del mundo: el de la churrería. Ofición ociosa como la de la portera.

Y así, entre arremetida y frenazo, se drena el tiempo y el vacío se llena de letras sin sentido en sentido de la marcha de la mancha. Me pasa el tiempo, nos pasa a todos.
Espero soñar con la puta de oros, o la de otros.

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