Amor desde la morgue: Amor guedejoso, la llama de una vela y el Arcano número XIII.

La chica despertó cuando un escalofrío la recorrió de arriba abajo. La oscuridad estaba tan solo alumbrada por una llama danzante. Olía a muerte y a química. Un fuerte dolor en el pecho le sobrevino. Intentó mover sus extremidades que, entumecidas, terminaron cediendo a las órdenes de la voluntad. Se palpó el cuerpo helado y, desde lo alto de su vientre, una protuberancia subía hasta la caja torácica donde se escindía en dos a nivel del esternon. Cada uno de los brazos de aquel abultamiento conducía a las clavículas derecha e izquierda. Había hallado la fuente de la punzada. De manera gradual, se fue incorporando tormentosamente y como pudo, descubriendo que su cuerpo desnudo sobre una bandeja de metal estaba tan solo tapado por una sábana. Del dedo del pie derecho colgaba una etiqueta cuya inscripción no atinó a leer debido a la penumbra reinante.

Una vez sentada en la camilla, echó un ojo en derredor. La tétrica imagen de otro ser que yacía en un platel similar y contiguo le resultó estomagante. Emitió un grito ahogado de terror fundiéndose la confusión con la naúsea al compás de la vibración de la pequeña llama.

Saltó de la camilla y se acercó a él con la espeluznante sensación del que vive en una pesadilla y el pulsante eco de aquel suplicio físico que no cejaba, sino al contrario.

Vio que se trataba de un hombre de edad indefinida. No obstante, la observación detenida reveló pequeños surcos alrededor de ojos y boca y un pelo largo y lacio que dejaban asomar la cuarentena. Y ella, ¿Cuántos años tendría? Se palpó el rostro, pasó los dedos entre su cabellera despoblada y se detuvo en la flacidez de las partes descubiertas. Rondaría la misma edad.

Extendió la mano para sacudir el hombro de su compañero de habitación. De sus labios salió un «Psssssst». No obtuvo reacción. Repitió la acción «Psssst, tú, ¿Me oyes?». El silencio reverberó en las paredes de aquella cámara. Intensificó las sacudidas y del cuerpo sin vida se deslizó una tarjeta que fragmentó el reposo del sonido.

Sorprendida, se agachó para recoger aquella cartulina que no comprendía. La miró y vio la figura de un enfermo o de un cadáver blandiendo una guadaña. Horrorizada dejó caer el naipe sobre el cuerpo. De repente, el chico muerto abrió los ojos llevándose las manos al pecho y, exhalando un gemido de dolor, se incorporó de golpe. Se quedó más petrificado de lo que ya estaba al ver en qué lugar se encontraba. Una chica ataviada de una sábana lo miraba con ojos saltones y muda como una estatua.

-¿Quién eres? dijo él

-No lo sé, ¿Y tú? dijo ella

-Tampoco lo sé. ¿Dónde estamos?

-No lo sé. ¿Qué te ha pasado?

-Ni idea. Tú también tienes la misma cicatriz que yo, dijo ella señalando su pecho.¿Te duele?

-¡Una barbaridad! ¿A ti también?

-Sí, muchísimo, casi no puedo respirar.

Ambos se miraron a la luz de la pequeña llama. Se reconocieron sin conocerse. No sabían quiénes eran, lo que hacían, de dónde venían, sin embargo, el cruce de miradas provocó una chispa, quizás fue la adecuada. El tiempo se había detenido porque nunca estuvo realmente en movimiento. Entonces ella decidió romper el hielo:

-Me llamo Lucía porque he despertado de este sueño. ¿Y tú?

Extendió cordialmente la mano en forma de amistoso saludo.

-Todavía no lo he decidido, sigo inerte.

-¡Pues encantada, Lucas!

Se estrecharon la manos para sellar un acuerdo tácito de alumbramiento mútuo.

Nada de cuánto hubiera ocurrido en sus vidas pasadas tenía relevancia. Se tomaron de la mano, se tenían el uno al otro y a partir de ese punto caminarían codo con codo como dos grandes amigos.

Ese fue el comienzo de una bonita, larga y fructífera historia de Amor, nacida en la morgue del hospital «L’amorgue» situado en una ciudad de cuyo nombre no vale la pena acordarse.

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