Ni carne ni pescado: Ni chichi ni limón, sólo trajes a medida. El escaparate para escapar de uno mismo. Mi cuelgue, el mono gominólico.

«La espiritualidad no es lo que entendemos con las palabras «virtud» y «bondad». Es el poder de percibir esencias espirituales sin forma»
– Blavatsky –

Las calles eran verdaderos hervideros. Las mañanas transcurrían tranquilas porque toda la ciudad postergaba el letargo tanto como se alargase la algarabía nocturna. A partir de las seis de la tarde, cuando el sol ya se había alimentado de las pieles blancas, casi radioactivas, de los múltiples turistas despistados que poblaban las primeras horas del amanecer, los autóctonos empezaban sus incorporaciones al mundo. El astro rey (¿Qué sería de nosotros si no reserváramos un poco de histrionismo para teñir nuestros escritos?), se guardaba de vuelta las uñas y los dientes y, de esta forma, los cangrejos de piel entre roja y escarlata se preparaban para asistir a la fiesta del «España es muy bien, me encanta mucho». Entonces, los españoles se disponían a entrenar sus dotes en uno de los deportes más extendidos internacionalmente: empinar el codo.

El jolgorio se iniciaba timorato:

-Tráete una cervesita quillo y otra pa’mi amigo, ¡Eeea!

-Y unas papas fritas, anda nene.

El prolegómeno del sur era el desenlace de los norteños, una cuestión de costumbres que a estos últimos sorprendía.

Mi amiga y yo llegamos a aquella ciudad cuando los últimos rayos de luz se debatían por persistir en el horizonte algunos segundos más. La luna impuso su presencia y el manto de estrellas obligó al sol a taparse hasta el día siguiente. No quería morir el día, mas fue desarmado por una fuerza superior, la de la oscuridad.

Dejamos nuestras pertenencias en la habitación, nos duchamos tras un trayecto más que largo, nos acicacalamos decentemente ella, indecentemente yo, como solía ser habitual. Mi amiga era una diosa no solo en el escaparate. Bondadosa, dulce, amable, fuerte y agresiva como nadie cuando hacía falta, protectora, me hacía sentir en seguridad. Entre nosotras se había construido aquella confianza inquebrantable de la que solo las relaciones de largo recorrido son capaces de atestiguar. Nos sentíamos bien la una con la otra, en paz, en armonía y en Amor.

A ella, siempre dispuesta para la foto, perfectamente maquillada, ni un pelo fuera de lugar, le caían sus ropas la mar de bien. A mí en cambio… Verme a mí era como asistir al show de «los payasos de la tele». Los pelos recogidos en un moño y olvidados en la misma posición desde primeras horas de la mañana adoptaban una comodidad y rigidez difícilmente mutable. Los ropajes, por lo general heredados de otros ya que sentía gran devoción por lo usado, me quedaban demasiado holgados. Los colores desgastados imprimían pinceladas de despreocupación por mí misma. De alguna forma, así era.

La exposición a la galería me traía sin cuidado. Mi aparador no invitaba a entrar, quizás nunca necesité decorados por aquello de que «la belleza está en el interior» (La bella y la bestia). Estas palabras que se grabaron a fuego desde mi más tierna infancia, justificaban casi cualquier cosa menos la falta de higiene personal. Se me hacían intolerables los malos olores y, aunque la belleza estuviera escondida entre los recónditos lugares del fondo del alma, la ofensa que recibían mis fosas nasales era suficiente para desestimar cualquier amistad futura.

Siempre pensé que el carácter del propietario de los objetos, ropa y libros en su gran mayoría, se impregnaba en los tejidos así como en las hojas respectivamente y allí quedaba atrapado un fragmento de alma de su poseedor. Me gustaba sentir que vestía la esencia del prójimo, con la particularidad de ser aquel, alguna persona cercana a mí que me había regalado un pedacito de él.

Mi amiga me entendía sin entenderlo:

-¡Qué bonito! Tenemos que comprarte ropa, pareces una pordiosera. No puedes ir así por el mundo, esto forma parte de los autocuidados de base.

– Sí, lo sé pero…

– Pero nada.

No había «peros» que valieran ante su convencimiento. Me sentía como una chiquilla cuya madre la regañaba por ir zarrapastrosamente ataviada. Esta era mi forma infantil de provocar y llamar la atención. Necesitaba de estas incursiones en la niñez para ir curándome de mí misma.

Desajustada yo como un árbol de navidad de esos que no guardan la armonía en los colores porque al ser navidad todo está permitido (incluso sentirse buena persona y ayudar al prójimo), y perfecta ella, nos aventuramos aunque tarde en las calles de aquella nueva ciudad: Granada.

Temíamos no encontrar nada decente que echarnos a la boca. ¡Pobres almas de cántaro! Las diez de la noche era todavía pronto.

A escasos minutos de nuestro apartamento, bullían los ánimos y las avenidas, atestadas de gente, se tornaron rápidamente en indigestión sensorial. Demasiado movimiento.

Cenamos algo con un desfile de personajes como telón de fondo. Un vaivén de quita y pon donde un hecho llamó nuestra atención por inusual. Amplios grupos de jóvenes machos y de buena planta, todos ellos hermosamente proporcionados, deambulaban por la ciudad. Quedamos descolocadas en la «ciudad de las tentaciones». ¿Qué estaba pasando? Preguntamos (ella preguntó) al camarero la razón de ser de aquellas hordas de testosterona andante:

-¿Por qué hay tanto hombre suelto?

-El desfile militar… son militares de permiso.

Se nos abrieron los ojos de par en par, siguió un comentario soez, otro vulgar y continuamos en la misma frecuencia por un rato hasta que me di cuenta del cuento en el que estaba participando de forma voluntaria aunque no emocional.

En realidad, respondí fingiendo entusiasmo por aquellos cuerpos casi perfectos que en nada llamaban mi atención. «Ooooooh! Hombres solteros». Quizás emulando los comentarios de género masculino al vislumbrar los atributos femeninos de alguna lindeza dispuesta para la alabanza y ajuarada para «pillar cacho».

Quizás para creer que nosotras también estábamos en plena revolución sexual y teníamos todo el derecho de violar con la mirada, me aventuré en una inercia sin sentido que me hirió porque no me pertenecía. Sin duda sentí que aquel empoderamiento de postín empobrecía mi esencia. En realidad echaba de menos una conexión interna, fuerte, sólida, potente. Me traían sin cuidado los Adonis escu(l)pidos en mármol, los abdominales a base de pollo y arroz, la belleza efímera y fútil de los transeúntes y no deseaba, bajo ningún concepto, darme a ninguno de aquellos. Representaban figuras sin emoción en un tablero de juego que no era el mío. Soldados prescindibles, sacrificables que, seguramente representaban un mundo para otrxs y que me eran totalmente indiferentes .

Sólo el eco de una voz, UNA sola voz en todo el planeta podía removerme el cuerpo entero. El resto eran solo figuras, actores secundarios de relleno con los que no me identificaría ni forzando la máquina dispensadora de voluntad.

Un patronaje encorsetado que solo me provocaba lástima me obligó a replantearme la atracción y a aceptar que no había figura humana capaz de borrar la esencia misma de la atracción mental que todavía sentía por Él, mi único delirio, pasión y frenesí así bien fuera producto de mi fantasía. Mi traje a medida, mi heroína en vena, aquel vínculo era más fuerte que todo, que nada.

6 comentarios en “Ni carne ni pescado: Ni chichi ni limón, sólo trajes a medida. El escaparate para escapar de uno mismo. Mi cuelgue, el mono gominólico.

    1. Avatar de elrefugiodelasceta
      elrefugiodelasceta dice:

      HOLA!!!!! Gracias por tu comentario! Qué bien cuando las personas dicen «yo también lo hice»

      Pues sí… la verdad es que qué gran alivio cuando por fin aceptas que pfffff, ¿Pa qué voy a decir, reír, adular algo que no va conmigo? Es que lo haces para encajar y te desencajas de ti mismo. En aquel momento estaba haciendo un sobreesfuerzo por desinteresarme, léase desintoxicarme, de uno reemplazando el cuelgue por otro. No funciona y es absurdo reemplazar una droga por otra. Hay que desintoxicarse sin reemplazo.
      Un abrazo!!!!!!!!

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  1. Avatar de Joiel
    Joiel dice:

    Infiero que la protagonista «triunfó» con muchos de esos soldados, que lograron encajar en ella haciendo de la noche una y todas, alma y cuerpo al compás de la misma noche de San Juan… Lo siento, me he enamorado de ese «mono gominólico», que incluso no siendo lo que yo pensaba (mi pozo en un gozo) que acabaría siendo, no por ello deja de existir en mí.
    El mono Gominólico y yo te saludamos, él ya pelándose un plátano con doble de papadas.

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    1. Avatar de elrefugiodelasceta
      elrefugiodelasceta dice:

      Sí, si la prota agonista triunfó agonizando en un delirio de grandeza con la pobreza de la errada que la lastimó, nuevamente. No hay nada como serle fiel a las ideas… el problema es que cuando uno quiere huir de uno mismo se vuelve ridículo. Lástima que el mono gominólico no estuviera a disposición pues yacía en sus aposentos pelando la banana y la papada cayéndosele por las ubres bien engrasadas… ay! Señor lo que hay que leer.

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