El jardín de Bilbo y Bimba: La habitación de Oro, el paraíso de luz.

«Me enteré que me había visto, me enteré que me había elegido, me enteré que le había dicho a su padre que se iba a casar conmigo y, a pesar de eso, no fue capaz de evitarme una sola noche de dolor, pudiendo hacerlo, no me evitó una sola noche de sufrimiento. Alguien que no es capaz de evitarte una noche de sufrimiento no merece de mi Amor, ¿verdad madre? «
– Jorge Bucay – «La princesa busca marido»

PRIMERA PARTE: El jardín secreto de Bilbo y Bimba: Entretejiendo la tierra de nadie, la tierra de ellos.

SEGUNDA PARTE: El jardín de Bilbo y Bimba: Ya como un extraterrestre observando el cuadro idílico.

TERCERA PARTE: El jardín de Bilbo y Bimba: En las mazmorras del paraíso, una biblioteca enterrada y la habitación de los trastos.

Se me heló la sangre. Comprobé los otros títulos, eran míos, tuyos, nuestros y sólo eran partes activas de mi propia historia, la que sí había escrito yo en la mía y en la de otros. El corazón me dio un vuelco y desde lo alto de la escalera miré en derredor.

«¿Qué es este lugar?»

Oí a lo lejos la voz de una niña que decía:

-Volveré

Le respondió la de un niño:

-Lo sé, te estaré esperando. Te doy una parte de mi corazón, es Ä, llévala contigo siempre, te protegerá y podrás encontrar el camino de vuelta siempre que lo necesites.

Miré por la ventana de cristales biselados y solo atiné a ver la silueta de la niña alejarse por el nemoroso sendero que debía llevarla al puente por el que llegó.

Yo permanecí entre las cuatro paredes de la biblioteca que, de repente, se plagó de relojes de todo tipo y de toda época. Los observé largamente y tres de ellos me sedujeron irremediablemente. Cada uno indicaba una hora distinta.

Las manecillas rococós del primero apuntaban a un florido número ocho, las más corta, y un doce recargado para la más larga. Dolía la vista de tan barroco que era y la mirada cansada se fugó hacia un segundo reloj totalmente opuesto al primero, minimalista. La ausencia de números dejaba paso a la imaginación de los mismos. Las agujas marcaban también las ocho. Como un fucilazo, mis ojos buscaron el tercer templo del tiempo. Esta vez uno digital de números rojos y parpadeantes que indicaba las nueve.

Las horas conformaban un número de tres cifras: 889. Se abrió en la pared un portal luminoso por el cual me aventuré. Me encontré en una cabina que recordaba a la de un ascensor de los felices años veinte cuyas puertas se cerraron tras mi entrada. Empezó a ascender, era efectivamente un elevador. Los pisos se sucedían a una velocidad vertiginosa: 1, 3, 5, 7…13.. 47… 111… 222… 333…444…555…666…777… 888, 889.

Se paró en seco y las puertas se abrieron. Me esperaba una habitación inundada de luz dorada de cuyo techo pendían unos hilos de luz que me acariciaron los hombros. Cobraron repentinamente vida y se deslizaron sobre mi cuerpo cubriéndome de oro y luminosidad. El cuaderno de notas que llevaba conmigo quedó enteramente preso de la misma claridad y desapareció mimetizándose con el suelo.

Sentí que me atravesaba un bienestar, una paz y una tranquilidad inenarrables. El tiempo se replegó sobre sí mismo concentrándose en un punto hasta desaparecer engullido por la pequeñez. Nunca antes había experimentado semejante quietud de alma y de mente. ¿Estaría en aquello que los humanos denominaban Nirvana? No podía encontrarse muy lejos de allí. Respiré. Espiré exhalando en aquel soplo el último de los anhelos que venían atormentándome desde que el mundo era también el mío.

Las puertas del ascensor volvieron a abrirse como una exhortación al descenso. Se acabó el interludio paradisíaco. Todo lo que empieza, termina, aunque nada comience nunca realmente. Siempre estuvimos aquí.

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