«La mente intuitiva es un regalo sagrado y la mente racional es un fiel sirviente»
– Albert Einstein –
-¿Vienes a comer?
Todos empezaban invitándola a comer. Seguía el postre dulce, el café amargo y la terapia picante.
-No puedo, pero luego paso por tu casa y tomamos algo si quieres.
Declinó la oferta no por leer interés alguno en su interlocutor, pues los separaba una década de vida, sino por estar realmente ocupada en otros menesteres. Hacía poco que se conocían, aunque sabían el uno del otro desde hacía mucho, de manera indirecta y por fuentes fiables. No se trataba de ningún desgraciado al azar o cabrón despiadado como los que acostumbraba a meterse en casa.
El orgullo la hacía sentir mujer frente al niño Peter Pan al que calificaba de inofensivo y en el que no pudo leer intención alguna, ninguna de las veces en las que se vieron. No pensó que Peter Pan quisiera llevarse el gato al agua y ella se interesaba por él genuinamente. Era un amor de hermana mayor, se decía a sí misma y así lo sentía realmente.
Al llegar y solo con verle, ella le pidió un abrazo de esos que se dan con todo el cuerpo. Le gustaba su olor desde el primer día que se conocieron. El cuerpo del niño tenía la suficiente envergadura como para cubrir el suyo. La levantó del suelo estrujándola contra sí y a ella la atravesó la intuición de que quizás el niño no era tan niño y ella no era tan mayor como para no despertar ningún interés.
El niño se la llevó al huerto y le enseñó las tomateras y las berenjenas mientras ella lo miraba con un amor de hermana mayor. La intuición pinchaba las entrañas.
Los cuarenta eran los nuevos veinte. ¿La treintena era por lo tanto una adolescencia restaurada, como quien ofrece una segunda oportunidad o como quien posterga la entrada en la adultez para evitar tomar responsabilidades?
Quizás fuera ella una «asaltacunas» y él uno de esos que andan tonteando con maduritas porque la desesperación se huele a la legua. Desvió esa punzada de la mente porque no era el momento de andarse con tonterías. Ambos se encontraban en un frágil impasse vital que empezaba a eternizarse y anunciaba con las trompetas del apocalipsis ese giro de 180 grados que marca la segunda mitad de la existencia. «Déjate de hostias, es im-po-si-ble que quiera algo contigo, relájate y disfruta de la compañía coño, que para eso has venido.»
Quiso acallar a la intuición así que dejó que la mente ladrara. La agujereó la culpa, aquello estaba mal, joder. No era propio de una persona como «Dios manda» el allegarse a casa de alguien que está pasando por un momento de debilidad y aprovecharse de ese dolor para obtener algo tan bajo, vulgar y pedestre como lo es el sexo. La mente seguía reprobándola subiendo el volumen de los gritos.
Pero…¿En qué instante la mente y la intuición colapsaron y se abrió la brecha iniciándose un diálogo que NO venía a cuento? Fue el abrazo el que le acuchilló el vientre. Hay abrazos que matan, que enfrentan y que abren abismos. Por cada achuchón hay transferencia de energía y ella era como una esponja capaz de detectar el más leve indicio de tensión o de cambio. Fue el abrazo el que transformó el decurso de la tarde. Fue el abrazo el que detonó la bomba de protones y despertó a la serpiente de su letargo.
Él se hallaba en un bucle de dolor donde la vida le repartía estopa cada vez que trataba de levantar cabeza. Ella salía de un huracán aniquilador que la había mandado de vuelta a su infancia y se encontró recomponiendo los pedazos de la ruptura consigo misma en una perenne sensación de abandono de la que no lograba liberarse.
Se resguardaron en la casa donde tomaron algo tras algo tras algo… No hablaron mucho, solo estuvieron. Ella se sentía extraña por el punzón cabrón que no cejaba de apretar. Se desapretó cuando el cuerpo de él estuvo tan cerca del suyo que le fue imposible enmascarar aquella aproximación. Se quedó muy quieta para no rozar ni provocar ningún estímulo. Transida por el desconcierto, que no era miedo, la mente comenzó con el vaivén habitual meciendo los grandes conceptos y enarbolando los valores que no debían ser violados. Límites… límites del decoro, de lo justo, de lo digno.
Con la respiración a corto para ni siquiera poner de manifiesto su caja torácica, sintió la mano del niño posársele en la pierna. Le pidió permiso para tocarla. Ella le dio luz verde, pues en su imaginario todavía justificaba la necesidad de él de sentir contacto humano quitándole hierro al asunto e intentando comportarse de manera propia. Allí no estaba pasando nada.
Él posó su cabeza sobre el hombro de ella y ella le pasó la mano por la nuca tomándolo entre sus brazos, tal era la voluntad de acogerlo, de protegerlo, de sorber su dolor y hacérselo suyo por unos instantes. El aliento de él le acariciaba el cuello y le produjo un agradable cosquilleo. La respiración se fue acercando y acrecentando entrecortadamente hasta transformarse en un beso sin lascivia. Terminaron encontrándose sus labios, sus manos y la punzada ganó la discusión silenciosa.
La mente invadió el espacio y robó todo el protagonismo al cuerpo en este encuentro de sopetón, pero fruto del cariño.
Se dijo que la próxima vez que compartiera su intimidad, necesitaría tener un plan de emergencia para encarcelar esa parte de dignidad y abandonarse al salvajismo. Amordazar a la mente, desatar al cuerpo. Se fue a la mierda un rato que era lo que tocaba: aislamiento.
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