Los vi bailando en el supermercado. Ella elegía la fruta mientras él se perdía en esos gestos tan suyos, millones de veces contemplados y de los cuales nunca se hastiaba.
Con sigilo, serpenteó hasta el puesto de los productos frescos, sin quitarle un ojo de encima. Era su Carmen, el amor de su vida. Se le arrimó por detrás sorprendiéndola y, sin el menor desconcierto, como suele ocurrir cuando el tiempo hunde andamios y lava fachadas, ella posó de vuelta la manzana que su mano asía y, con una sonrisa en los labios, se volteó ofreciéndole esos dos renglones de indescriptible blancura. Él tomó su mano y la hizo girar sobre su propio eje siguiendo el hilo de la música que se escapa de los altavoces exhortando al consumismo. Ellos, ajenos a la invitación que flotaba en el aire, no gastaban más, sino menos o, más exactamente, lo justo y necesario.
Un espectáculo a la altura de los mejores romances.
Ella conservaba su prístina beldad y representaba con la finura de sus pestañas, su todavía abundante cabellera y gracilidad en su garbo, la silueta de «quien tuvo retuvo». Sus ojos color de luna añadían un prefijo ex-terno a lo ordinario, transformando la banalidad en hermosura. Era una ensoñación emancipada unida en santo matrimonio a Él.
Él, una bestia mental de percha más bien enjuta y evasiva, con cierta tiricia por la hechura moderna, solía proferir con proverbial indignación arengas contra el sistema de clases, contra las masas y azotaba a la estupidez con particular devoción. Con la coraza reluciente como una pátina, le patinaba todo cuanto estaba en derredor aunque, de puertas hacia dentro, fuera un marido amoroso, fiel y de un agónico antagonismo progresista. De alguna manera, todo está destinado a morir, incluso lo más recalcitrante.
Conservador a tiempo completo, ilustrado en letras con un lato manejo de la lengua castellana, se permitía varias veces cada tanto los más burdos y ofensivos exabruptos especialmente en materia de nacionalismos. El uso que les daba, no siendo imaginativo, causaba, no obstante, hilaridad y el que se sintiese molesto, ajo y agua. Sonreía excusando su tosquedad y pelillos a la mar. Supongo que si a Carmen no le importaba, a los demás tampoco. Los unía mucho más que una ideología y, quien los observara, podía vislumbrar un armonioso trenzado entre eros, filia y ágape.
Sé que se conocieron tres décadas atrás cuando él, de permiso militar y petate en mano, peregrinaba en autoestop a su ciudad natal exponiéndose a todo tipo de desventuras que más tarde conformaron las anécdotas de antaño. Vio a Carmen en las fiestas del pueblo y, con la gallardía propia de la juventud, mucho sigilo, serpenteó hasta ella, sin quitarle un ojo de encima. Se le arrimó por detrás sorprendiéndola y, tomándola por la cintura, ella se volteó y… le propinó un hostión de padre y señor mío, por desvergonzado.
Atónito, quedó en medio de la plaza, sirviendo de hazmerreír a los otros bravucones que más tarde o más temprano recibieron su propio merecido. Descaro de chicos, tímida desfachatez caída en desuso por el imperativo del tiempo donde aquellos maravillosos años existen solo en nuestro imaginario. A veces, dudo de haberlos vivido y el otrora vívido recuerdo, aparece velado, como pintado con acuarela.
Al año siguiente, volvió a ver a Carmen en la pista de baile, pero esta vez se comportó como un señor y, haciendo gala de los mejores modales, se encaminó de frente metiéndose sin saberlo en camisa de once varas. Carmen lo ignoró o sencillamente no se percató de su presencia, se hubo fundido en el decorado como cualquier hijo de vecino a los que Carmen aborrecía hasta la náusea.
Estupefacto, sin poder decir esta boca es mía, permaneció con el portazo en las narices plantificado nuevamente en medio de la plaza. Los fanfarrones, sin embargo, ya no rieron tanto, pues más de uno había catado a su vez el jarabe de palo.
Al tercer año consecutivo, casi desprovisto de ardides, volvió a ver a Carmen y, entonces se mostró sin máscaras desde la inseguridad, la timidez y la humildad más honesta. «Chica, ya no sé qué hacer contigo»
Carmen lo apuntó con sus ojos color de luna y, en esos dos renglones de indescriptible blancura apareció escrito un: «Ahora, sí».
No, no estuvieron exentos de peajes, no fue un camino de rosas, tampoco de espinas, pero se convirtieron en amantes, amigos y compañeros de vida. Eros, filia y ágape desde la inseguridad, la timidez y la humildad.
Una historia muy bonita, muy aleccionadora y muy bien narrada.
Cuando empecé a navegar por este tu blog, más o menos este mayo pasado, leí una entrada que me pareció extraordinariamente buena, repleta de una información valiosísima. Lo he comprobado ahora y la he encontrado. Es la entrada donde se explican » las tres dimensiones básicas que componen el amor: EROS (deseo), PHILIA (amistad) y ÁGAPE (ternura)».
Recomiendo a todo el mundo muy mucho que la lea. Es justamente la que aparece enlazada al final:
Namaste.
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Gracias. No pretendo aleccionar a nadie solo (d)escribo lo que mi imaginación ve. Eros, philia y agape son conceptos sacados de un libro de Walter riso. Ama y no sufras creo, cuando me dio por ahí, lo leí hasta que me cansé de él. Saludos!
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Hermosa historia 🙏👏
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a veces me gustaría que la vida fuese como la vemos en las películas.. que las puertas cerradas se terminan abriendo tras mucho insistir, que tras el dolor haya un enseñanza, que podamos salir de eso que llamamos vida con algo entre las manos. Pero entre los que se rinden demasiado pronto y los que lo hacen demasiado tarde, parece que nunca terminamos de encajar la puñetera pieza que lo explicaría todo.
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A veces me gustaría que no fuese, solo cuando estoy en cama con diarrea jajajajaj
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Me ha gustado mucho la historia, que me pongo a divagar y nunca lo digo 🙂
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