La guerra de Garza: Garra guarra y zancuda que de tiros largos se pasea, mas aunque se vista de guerra, garza se queda. Campo minado.

Era una época enjuta, casi transparente. No es que quisiera desaparecer aunque quería no destacar mientras desatascaba mi fusil, pues resultaba un blanco fácil para cualquier misil, situación que me ponía negra con facilidad. Con la mecha corta y el chocolate amargo, salía al ruedo y retornaba rodando de rebote en redonda, de semicorchea a blanca de cuatro tiempos.

A la guerra me llevé una pandereta, para que los ánimos se ensalzaran aunque terminaron ensartados hasta que se hartaron de no sentir nada. Así eran los guarros hijos de satanás con los nos habíamos enzarzado en esta guerra que ni siquiera era nuestra, sino de otros por mucho tiempo muertos. Los desaparecidos en embate eran, son y seguirían siendo guapos vestidos de un satén reluciente que deslumbraban para meternos un misil en la franja de la zanja si nos dormíamos laureando una victoria. Podíamos ganar una batalla, pero la guerra, ella, se prolongaría hasta el infinito.

En esas trincheras de la soledad, sentíamos que las palabras en muchas, demasiadas, ocasiones se hacían de menos aunque supiéramos que estaban de más, mas en aquel terreno de alterne en donde se alternaban la dinamita con la granada pasando de lo mucho a la nada y de adán a eva, las palabras eran la única vía que nos quedaba para atestiguar de nuestro paso por este mundo inmundo y mudo de necesidad aunque proclamara una aclamada independencia.

Existíamos porque escribíamos aunque apenas viviéramos más que entre líneas y, pensando, vivíamos de nuestras mentes presas de un cuerpo desatendido que pugnaba por hacerse escuchar. Fueron añadas soñadas diría, incluso décadas, añadiría, pero me bailarían los anagramas y los eneagramas. Así pasábamos el tiempo, sabineando y saboreando la lengua para matar la amargura del amor que no cura por mucho cura que nos hiciera prometer que estaríamos presentes en la salud y en la enfermedad, en la paz y en la guerra, hasta que el garbo de la guadaña nos dañara con desgarbo y, nosotros, con sartén desatinada le desluciéramos el satén a aquellos que nos habían violado la tranquilidad. No quiero.

¿Qué tiene que ver con la garza? La garza es un ave de patas largas y chupadas como esa época que pasaba violando y dejando caer sus plumas con las que llenábamos de letras las hojas de los cuadernos que se les habían caído a los árboles. Ya estábamos en otoño y, más pronto que tarde, llegaría el invierno para no volver a empezar. Era realmente el final del vuelo, al menos de este.

Vivíamos entre espejismos de salvaje realidad. Nunca supe si me matarían aquel mismo día o seguiría retozando en el miedo que la inseguridad provocaba. ¿Seguiría pulsando la desconfiaza de confitería que de confetis y de piños rosados las piñatas llenaría? Moler a palos un saco de papel lleno de chucherías, eso es lo que nos hacían nuestros adversarios. Necesitaban vaciarnos dejándonos inertes y despedazados para que ellos no sintieran el vacío que habitaba en sus interiores; tan bien decorados por fuera, tan huecos por dentro.

A punto estuve de perder la vida en varias ocasiones dándome al enemigo por cansancio, pues si de todos modos este recorrido tenía que terminar, que me dejara decidir cuándo y a manos de quién. A brazos del menos malo, del que prometiera un tiro a bocajarro, un rapidín y a dormir eternamente. Me mantuvo, no obstante, refractaria a ceder una fuerza que, por aquellos entonces, no supe determinar, la pulsión de la vida, la confianza en que «algo» tenía que ocurrir en aquel sinsentido. Creo que mantuve intacta la creencia de que la luz siempre le ganaba el pulso a la oscuridad y que, incluso de las catacumbas de mi propia negrura, resurgiría la llama de la bondad que iluminaría mi mundo y por lo tanto el de todos.

De mi cuello colgaban mis dos talismanes, muy cerquita del corazón: con una esterilla me lo acolchaba manteniendo su calor mientras que la gitana de los ojos claros resultó ser una amawtista de la madre tierra que, como la garza, gustaba de volar alto. Las llevaba conmigo a todas partes y, aunque no estuvieran cerca, estaban a mi lado.

Mi mente que tan empecinada había estado en elaborar teorías de juego, estrategias regias, planes y planeos variados, parecía haberse ausentado asustada por la vehemencia de una esencia que ni siquiera era consciente de poseer. Dejé de pedir que me mataran y liberé todos aquellos llantos prisioneros de guerra que ocupaban espacio y efectivos de vigilancia. Permití salir de su jaula a aquel ser indefenso que, acorralado por el miedo, temía bucear en aguas abiertas. Los correanos correosos soltaron las correas gomosas y no sé cómo ocurrió, pero ocurrió. Se desbridó la puerta, entró lo bueno y salió lo malo. Fue una sensación extraña, como de ponerse peor y luego mejorar. El miedo a la libertad. Bien es sabido que la guerra o te mata o te cambia para siempre. Nadie vuelve de ella igual que se fue.

No siento que tenga nada que decir, solo escribo historias sin rasgarme las meninges. Sale lo que sale y, sin más dilación, ahí va una publicación. Diaria de momento, pero susceptible de cambiar cuando se me cante el alma. Igual no escribo nunca más, ya no me define este noble arte por desgracia en demasiados casos enarbolado por los egos del que quiere imprimir la particular singularidad altisonante que nos reviste. Seguimos sintiendo que somos importantes porque escribimos, pese a la guerra.

Abrí esta trichera como extensión de mi persona. Un lugar donde hallar solaz mientras buscaba respuestas removiendo las arenas movedizas de los fundamenos del ser. Ya nada tiene el mismo sentido, es como si volviera al principio, pero habiendo recorrido un trecho ahora bien conocido. El eterno retorno ¿Se referiría a esto mi amigo ya muerto?

Tras unos días de permiso, regreso al campo sembrado de minas, pero domino el emplazamiento de muchas de ellas. Algunas están desactivadas porque descubrí que para neutralizar la más visible tenía que adentrarme en el terreno y hallar la mina madre que se conectaba a las otras.

Cuando se cura una parte del alma, se cura también una parte del cuerpo. Como dije unas líneas atrás, bien es sabido que la guerra o te mata o te cambia para siempre. Nadie vuelve de ella igual que se fue.

2 comentarios en “La guerra de Garza: Garra guarra y zancuda que de tiros largos se pasea, mas aunque se vista de guerra, garza se queda. Campo minado.

  1. Avatar de JascNet
    JascNet dice:

    Hola, Montse.
    Palabras bellísimas que intentan endulzar cualquier contienda. Porque guerras son todas, las que se disputan a punta de fusil para defender el orgullo de los señorones llenos de medallas; y también lo son las que hay que librar a diario para llegar al final del día sin sucumbir a la derrota.
    Me encantó la reflexión final. Las guerras te matan o te cambian, pero nunca regresas de ellas tal y como llegaste. Así es la vida, batalla tras batalla, te transforma a base de dejar en el camino a muchos yos que no aguantaron las contiendas.
    Enhorabuena, escribes con palabras que embelesan como una preciosa canción.
    Un Abrazo de otro soldado batallador.

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    1. Avatar de elrefugiodelasceta
      elrefugiodelasceta dice:

      Gracias JascNet, como bien dices, hay guerras y guerras en lo macro y en lo micro. A veces, sucumbir a la derrota es positivo, solo hay que asegurarse que tenemos alguien que remiende esas heridas, aunque seamos nosotros mismos. Un abrazo, soldado!

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