La niña disfrazada de adulta: Lo que más me importa es de lo que más huyo. Yo sola puedo. Negación, represión, mentira.

Así ha sido, así es y, a pesar de los años de terapia, así sigue siendo: huyo de sentir que me importa demasiado. A través del callejero deambular de la vida, se van desvistiendo de sus harapos los patrones automáticos. Somos viejos conocidos y lo que en algún momento me cobijó del frío, se vuelve apestoso, húmedo y los jirones, más que de ornamenta sirve de cornamenta a las pulsiones del alma. El control de la exhumación de las necesidades enterradas toma la iniciativa y degüella la floración incipiente. Cuantas más horas de autoconocimiento se acopian, más vaporoso se hace el límite entre la abundancia y la carencia, la esencia y el ego pues la sombra aprende al mismo ritmo y su camuflaje adquiere tanta pericia como nuestra destreza en desentrañar embrollos.

Sí, el miedo, el miedo a que duela sigue resonando de fondo. El terror a reconocer que, en algún momento, soterré las ganas de crear mi propia familia. Nunca fue el indicado, jamás me nacieron las ganas de participar en la vida de nadie, mostré un desapego absoluto aunque intermitente en el deseo de formar parte de nada hasta que se cruzó nuevamente la pregunta del millón: «¿ Y tú, nunca has querido tener familia?».

Automáticamente negué con una rotundidad exacerbada, casi ofendida, y echándome las manos a la cabeza espeté un: «¡¿Yo?! Pfffffffff, paso». Un paso que sonó sibilino como si la ssssssss se estremeciera y desde un recodo del cerebro zozobrara una mentira casi verdad.

Sí, quería. Sí quería tener mi propia familia con una serie de condiciones muy particulares que me aseguraran la libertad como valor primordial y condición sine qua non de mi existencia. Solo la posibilidad de formar parte de una, solo la ilusión imaginada me provocó un vertiginoso mareo del que nacieron unos lagrimones que atestiguaban de lo mucho que aquello me importaba. «Se te pasa el arroz, querida.» Se burló mi jueza, «se te pasa el arroz y además te vuelves estúpida mostrándote tan frágil y dulce. Así pueden hacerte lo que quieran, decirte lo que quieran para obtener de ti lo que sea y recuerda tu historia, no querrás volver allí, ¿Verdad?»

Perdí los estribos y, como de costumbre, la impulsividad tomó la delantera. Respiré dándome cuenta de mi propio cuento pero la maquinaria estaba lanzada y no había marcha atrás. Me enroqué de nuevo buscando la seguridad. No, no era seguridad, era pavor, terror de ofrecer mi vulnerabilidad a cambio de una conexión verdadera. El miedo nacido en la boca del estómago se disfrazó de vehemencia y despellejó el sueño de una noche de verano. A tomar por culo el anhelo, de un tijeretazo limité la expansión de la angustia, del no saber, del descontrol, del empezar a sentir nuevamente desde la carencia. Tendría que haber consultado con mi oráculo, pero me sentí capaz de lidiar con el miura yo sola. «Yo sola puedo», jodida frase de los cojones.

No todo está sanado, solo estaba aislada para evitar que redoblara el dolor. No sé si esto tiene solución, arriera soy y a mi bestia de carga la llevo por dentro. ¿En el camino nos encontraremos? Solo el universo tiene la respuesta.
De momento mucha conciencia para la digestión e integración que no es poco.