-Disculpe señora, ¿Usted sabe de quién son estos perros?
-¿De qué perros me habla caballero?
-Unos blanquitos con mucha mala leche. Aquí arriba.
El hombre debía de frisar en los ochenta años, pero montado en su bicicleta llamada modelo vintage, más vieja que Cascorro para los de mi generación, se mantenía todavía dignamente erguido. Se mostraba agitado sobremanera. La alteración de su respiración me enviaba un hálito putrefacto de desasosiego y de vejez. No me gustaba el olor a viejo. Contuve la respiración y me hice a un lado disimuladamente, correrse era cosa de degenerados idiomáticos.
– Pues no tengo ni idea, disculpe usted.
No pregunté más, no hizo falta, la regurgitación vino sola al cabo de pocas milésimas de segundo, por lo que no pude escapar. Falsedad templaria. Pude escapar esgrimiendo cualquier excusa o razón de peso, pero no lo hice por deferencia.
-Es que estaban aquí en el camino, labrando, y cuando he pasado con la bicicleta me ha mordido el blanquito con mucha mala hostia.
No sentí nada a parte de ternura por el verbo labrar. Disfracé mi imperturbabilidad de congoja y, con aflicción no sentida, le pregunté cómo estaba. Era de recibo domiciliado hacerlo, sin embargo, embargado y en ningún caso del gusto del momento. Yo solo quería llegar a mi casa. Mi parte humana exquisitamente programada para la civilización saltó a nuestro encuentro. Mi postura condescendiente me convirtió en falsa y mentirosa. Pensé que no pasaba nada por hacer de saco de los golpes unos minutos. Se abrió, no obstante, una brecha entre el «yo» y el «yo». Aquello no era mío, como tampoco lo eran tantas otras cosas. Daba una errónea sensación de calidez porque lo había aprendido, punto. Sumida en aquellas cavilaciones existencialmente ombliguistas, había olvidado el mal de todos y el consuelo de los tontos. El señor mayor seguía en su dolencia y yo en mi penitencia.
-Pues no me han hecho nada, solo un poquito mire.
Se levantó la pernera del pantalón y me mostró una herida apenas visible. Pues ya está, ¿no? Entendí que el hombre buscaba desahogarse y yo pasaba desafortunadamente por ahí. Su desasosiego no era el mío y tampoco pretendí que lo fuera. Lo emulé para intentar empatizar, pero no me llegó ninguna emoción. Como solía hacer, de modo automático, respondí a los estímulos como se suponía que tenía que hacerlo socialmente, no por sentimiento. Me partió un rayo de conciencia. Aquello mismo había estado haciendo toda mi vida. Sonreír sin querer, querer sin sonreír, participar no queriendo.
Queriendo no participar acompañé al señor a hablar con los vecinos del lugar. ¿Por qué? Dejé que me penetrara la indignación. No era el mal del señor, aquello no me importaba un pito. Era la falta de responsabilidad de los dueños. Lo que le había pasado al señor mayor me podría pasar a mí o a cualquiera, pero sobre todo a mí. A cualquiera ni lo conocía, ni me interesaba.
Perdí 10 minutos de mi tiempo, no me sentí mejor persona, pero gané en conocimiento sobre mi frialdad reptiliana. Un balance positivo.