Ella despertó a su lado. Al principio, como si de un sueño se tratara, no sabía dónde se encontraba. La habitación le resultaba ajena. No estaba en su casa, pues recordaba haber tomado un avión el día anterior. No quiso que él la recogiera en el aeropuerto, la primera vez que se veían tenía que ser mágica como lo habían sido todos los meses anteriores a su nacimiento y cómo tantas veces la imaginaron. Solo existía una primera vez y quitarle hierro era no rendir homenaje a tan esperado día. Ambos tendían a la idealización y por ello resultaba tan bello recrearse en la fantasía.
Desde el primer momento en que sus vidas se cruzaron, empezaron a ocurrir extraños fenómenos inexplicables por la humanidad. Una suerte de coincidencias estratosféricas e inverosímiles se sucedieron.
Ella lo contactó por casualidad confundiéndolo con otra ella perdida en una nebulosa extraña. Los textos de él esbozaban imágenes conocidas, referencias propias que ella misma podría haber usado, la entrada a un mundo cuyos efluvios le resultaron familiares en demasía. Aquellas palabras eran también las suyas y, arraigadas en las entrañas, se desgañitaban para ser escuchadas. Todo se volvió una exhortación al abandono de sí misma. Así que, tímidamente, se dejó ver con sigilosas aportaciones a las cuales él respondió desde la distancia.
Sin voluntad de ceder, pues ambos venían de sus respectivas experiencias, estaban encaramados a sus bravuras cabalgando lo cotidiano con la menor de las fierezas. Eran tiempos de paz y nonchalance donde la austeridad de la vida se iba aceptando y la realidad imponiendo. No quedaba mucho por vivir. Los planes eran no hastiarse de presenciar nuevos amaneceres, quizás encontrar un lugar perdido rodeado de silencio y naturaleza. Estar tranquilo y agradecido por la soledad, un traje que podía sentar mejor o mejor, aunque tarde o temprano, casi siempre, acababa por apretar.
La perturbación empezó prudentemente, como una agradable brisa que sopla en un intercambio de misivas incisivas y poco comunes. Respetuosas, pero acertadas, estas se fueron transformando en una grata e interesante compañía que, poco a poco, cedía el paso a una esperada y acuciante necesidad de comunicarse. Ninguno sabía hacia dónde se dirigían, sino que sencillamente fue el departir de lo mundano y llegar a lo divino pasando por desvariaciones y desavenencias, que los llevó al frenesí. El viento se izó y se hizo más agudo. En algún momento cambió el rumbo y las ingentes cantidades de letras se enderezaron hacia el cielo. Ella se puso a llorar y a él se le cayeron los gruñidos. Saltaron las costuras, aparecieron hilos de los que tirar y la tela, de tanto ceder, se rasgó. Murió el traje, nació la desnudez.
Entre escrito y broma, él pasó poco a poco a formar parte del universo de ella y viceversa. Cuando quisieron acordar, la contaminación ya era demasiado obvia como para no querer darse cuenta. Se fundieron en el éter dos presencias que no estaban y todo fluía con naturalidad y sin esfuerzo. Aquella epístola nacía desde dentro porque ambos eran el otro. Desde que aprendieron a plasmar palabras sobre el papel se dedicaron a rellenar hojas en blanco. Aquella coincidencia podía ser de todo menos ventura, una aventura sin duda.
Todo fue fácil menos verse, todavía tendrían que pasar 310 días antes del inicio de estas líneas.