Los mandamientos del Universo: Co(a)lición có(s)mica

Se levantó una mañana de domingo dispuesta a aceptar la derrota. Sus fuerzas empezaban a ceder ante el pulso titánico y tiránico que llevaba endurando dos eternidades de 30 días. Demasiados cambios en tan poco tiempo y no sabía que se avecinaban todavía más alteraciones, cada una mayor que la anterior.

El día del señor se presentaba tranquilo. Los vecinos habían cesado de gritar a las 8.30 de la mañana, hora a partir de la cual se respiraba serenidad.

Abrió las persianas y entró un sol que le calentó el tuétano helado de los huesos. No sintió la sangre fluir por sus venas ni percibió los latidos de su corazón, pero sí que el calor ajeno le acarició las mejillas que se arrebolaban al menor roce y goce.

Como cada mañana, tomó un gran vaso de agua para calmar la sed que los excesos de la víspera le habían causado. Las opíparas bacanales de pipas de girasol que entretenía esta mujer por las noches distaban mucho de ser propias del decoro y de la decencia. En consecuencia, despertaba de sus pocas horas de sueño con una lengua felina, esto es áspera, seca y estropajosa.

Una vez estuvieron las ventanas abiertas de par en par, vio que la Yoli ya había subido a tender y, sin entenderse un carajo de lo que le gritaba a su marido, que no era sordo aunque lo pareciera, se había apresurado a terminar la primera colada del día. Harían falta un par más para llenar el cupo diario. Resultaba enigmático que una familia de tres «personas» precisara de tres lavadoras diarias, alguna más en verano. La Yoli y su marido habían tenido un retoño, el Agustín, que gustaba de subir a pelar la sardina al terrado, allí donde la Yoli tendía las sábanas blancas. En verano, el adolescente Agustín se resguardaba de las miradas indiscretas en el cobertizo del terrado y desde allí, regetón, requesón de manivela y la Mari y la Juani, ole ole, los micrófonos, se conjuraban contra las costumbres de bien.

La Yoli, el marido y el Agus articulaban alguna variante del español de España, paralelo al lenguaje común, indescifrable para nuestra protagonista pero bien inteligible para el resto. Parecían comprenderse, hacerse comprender… todo un enigma aunque los simios también se comprendan entre ellos. Otro gran misterio de la galaxia irresoluto era el cómo aquellos tres cuerpos astronómicos, llamemosles gigantes gaseosos, como el no va más de la redondez, podían ocupar tan diminuto apartamento sin colisionar ni causar alguna catástrofe có(s)mica de magnitudes dignas de aparecer en el apartado de «sucesos».

Cuando la Yoli no habfraba e zu mario ne le cridaba ar agutín, AGUUUUUS, AGUUUUUUS, AGUSSSS… entonces la pseudo Belén Esteban de al lado tomaba el relevo. «Que tu no sabes quién soy yo, desgrazzzzzzziado. Se acabó, que tú A MÍ no me vas a pudrir la vida. eeeeee, que tú A MÍ ni me toques. Que no sabes quién soy yo. Se acabó. Tú A MI no me dejas, me voy YO». Su lenguaje constituía el preámbulo de su apariencia. Podría haberse adaptado de maravilla a los suburbios de cualquier ciudad. Rezumaba exquisitez de saldo y esquina, por parafrasear a uno de los grandes, a cada letra, a cada coma, a cada silencio.

Cuando gozaba de maromo las paredes temblaban durante los treinta minutos de salvajismo en los que probablemente la oían los del pueblo de al lado. Aaaaa, aaaaa, ooooo, aaaaa, aaaa, ya se sabe el gustirrinín que ciertas prácticas provocan. A la Esteban no le importaba demasiado la hora del día para dejarse embestir, eso sí, los niños tenían que estar en la escuela. El decoro ante todo.

En aquella época de cambios, nuestra protagonista había resuelto quedarse a la escucha del vecindario y del destino porque lo cierto es que no tenía demasiado claro dónde ir a parar. Contrariamente a su tendencia natural impulsiva de por sí, se juró tomarse la vida con filosofía y contrarrestar la impaciencia con altas dosis de meditación y distancia. Estaba de vigía del Universo pendiente de las señales que le mandaba para encauzar su destino. Como por arte de magia, recibió una llamada en aquel domingo que se presentaba tranquilo.

-Hola hija, ¿Qué haces?

Su madre la llamaba de nuevo aun habiendo hablado con ella la víspera.

-No mucho, de domingo, tomando un té. Ahora saldré a pasear, ¿Qué pasa?

-Nada…

Estaba claro que ese «nada» escondía un «mucho»

-¿Por qué llamas si hablamos ayer? ¿Qué pasa?

-Nada… que tu padre y yo vamos a ir a pasar un mes contigo.

La noticia no le sentó de ningún modo. Respiró. Después de todo aquella casa no era suya, estaba de prestado y sabía que tarde o temprano tendría que echar a volar de nuevo. Se había prometido no volver a reaccionar, al menos conscientemente. Le estaba llevando buena parte de su tiempo. Cerrar los ojos y aceptar que no todo podía estar en su mano, que existía la voluntad ajena y que no siempre podría estar de acuerdo con las decisiones de los demás. El Universo no solo le estaba sonriendo, sino que se estaba partiendo de risa y ella encajó la mofa con mucha dignidad.

Aceptó que tenía que aceptar aquello, quizás como una prueba del destino, bribón, para ver si había comprendido la lección. Le costó, le costó muchas noches de insomnio. No comprendía, aunque lo quisiera con todo su ser, no lo comprendía. Abrazó la incomprensión y la pena que iba de la mano.

Quizás aquella perfección universal estaba desafiando su temple, su consciencia y su aceptación. A lo mejor le habían untado de miel los labios para que ella misma se relamiera y disfrutara en soledad de la dulzura del que aprender a acatar. De alguna manera estaba obligada a tapar ese hueco del alma, poco a poco, con el cemento del inocente en su camino.

To’ rejuntado parecía una co(a)lición có(s)mica.

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