Estarían para siempre el uno en el otro aunque quizás nunca como uno solo. El pez borrón y cuenta nueva.

De entre todas las opciones elegí la más difícil, no porque lo fuera sino porque se presentó así, el universo manda y uno no escoge formato ni momento. De repente entró como un vendaval del sur, cálido, agradable en pleno mes de enero.

El invierno acababa de empezar, el del corazón llevaba ya cien años instalado, el frío había penetrado hasta la médula y se confundía el castañeo dental con el folclore invernal, mas descubrí que se trataba del miedo que se agazapaba en el tuétano resguardado de la gelidez de las temperaturas y de todas aquellas observaciones malintencionadas que pretendían sorprenderlo como el cobarde cobijado que era.

Las piezas de mi vida seguían en su sitio, faltaba la central, como de costumbre así que hice caso omiso, pues me había habituado al cuadro e incluso apreciaba la originalidad del fragmento mancante siendo la falta incluso parte de mi identidad. A primeros de mes tracé una hoja de ruta para los 365 días a venir. Reconocí claramente en aquel decálogo una de esas cruzadas personales imposibles cuya visión colimada por orejeras laterales marcaba el único sentido a seguir, el recto hacia delante, sin otra declinación posible que la del acusativo.

Duro, áspero, desprovisto de indulgencia se trazaba el camino del asceta. No habría perdón para los débiles ni clemencia para los pusilánimes, este sería el año más provechoso de mi carrera y nada ni nadie podría impedirlo.

Seis días de determinación pasaron hasta que una maravillosa mujer leyó mi carta astral denunciando las dos caras opuestas de una moneda que siempre llevé conmigo y nunca supe mantener en equilibrio. La cara vista respresentaba a Atenea, diosa de la guerra y de la sabiduría. Lectora incansable, detectora de fallas y fallos, buscadora de la verdad y defensora de la justicia. La cara oculta era el rostro de Hera, diosa del matrimonio y de la familia, la dulzura más tierna y la venganza más zafia que, aliada con Atenea, podía ser mortal para el perseguido.

Vivir bajo el influjo de Hera me había causado más problemas que ventajas, así que lancé la moneda al aire cayendo esta sobre su cara opuesta. El reinado de Atenea se instaló durando más de una década en la que Hera quedó relegada al lado oscuro y bien alejada de atinar a rozar siquiera con su aliento la hierba del sendero salvaje por el que transité.

Y llegó un fatídico doce de enero en el que Atenea decidió emprender las maniobras necesarias para impulsar una ópera prima paupérrima repleta de los dolores, hedores y patetismos propios de una Hera clásica en decadencia y pasada de moda. Llegaba tarde la denuncia y a mí no me importaba nada el pasado.

Coincidí por caprichitos del destino con alguien que, curiosamente, empleaba mi mismo lenguaje para empilar empalando aventuras bien distintas a las mías aunque con similar empalme. Sin entender mucho, comprendí todo lo esencial y de ahí surgió un intercambio epistolar que me salvó de caer nuevamente en el salvajismo de la que había sido mi fiel y despiadada compañera. ¡Atente, atontada y espera a que el destino se forje!

Permití que la ternura viera la superficie y lustré la afabilidad dejándola de una suavidad centelleante. Quizás los destellos de bondad deslumbraron al que anduvo ciego de ira y resentimiento guiándolo a mi puerto. La cordialidad se transformó en aprecio con una inusitada celeridad. El capullo estalló en carcajada y la metamorfosis operó su magia. Le crecieron alas de afecto al retorcido gusano del antojo tiñéndose de alegría y fe en la vida. A ambos nos cambió la simpleza de dos letras robadas del despecho de la equivocación.

Interminables misivas sin misión alguna más que la de infundir aliento a dos almas miserrímamente semblantes. Las mismas heridas bajo el rostro de la palabra aguardaban ser rastreadas y mostradas sin vergüenza ni miedo. Lo más sencillo se convirtió en complicado por la naturaleza misma de lo simple.

Nada había en juego, las fichas seguían en la casilla de salida esperando un pistoletazo. Quizás el humo envolviera los inicios y solo pudieran ofrecerse una mano para tentar a ciegas algo que parecía poseer cara y ojos, pero que todavía tenía muñones por extremidades. Era posible que no terminase de formarse nada pues soplaban tiempos de cambios difíciles para ambos, pero el saberse vivos los había resucitado y de algún modo salvado del lento declive del propio imperio.

Estarían para siempre el uno en el otro aunque nunca llegasen a existir como uno solo. A veces, los caprichos del destino, a veces los propios, a veces todo y a veces nada. Lo importante es que a veces, existiera.

Anuncio publicitario

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s