Cuando volví a la tierra que me vio nacer estaba hecha un zarrio. Apenas dormía, parecía el espíritu de la golosina y mi vida era la radiografía de un silbido.
Me había resignado nuevamente a la aceptación y quería pensar que nada importaba, que a mi edad lo único a lo que se podía aspirar era al cero porciento de sufrimiento y con eso ya me podía dar con un canto en los dientes. Renuncié a ser feliz como decían que había que serlo e hice de ingeniera mental traficando la programación neuro lingüística para volver a contextualizar el concepto mismo de «felicidad». Me perdí persiguiendo al conejo (en) blanco.
Me llamo Alicia. Ali para los amigos y me acompañan treinta y nueve viejos ladrones que me permiten enchufar en paralelo toda una serie de luces para evitar la oscuridad. Me falta uno, ladrón, para cantar bingo y pasar el solsticio de verano de mi existencia. A partir de ahora todo va en detrimento y no, no estamos cada vez mejor, eso es un falaz palo con el que se nos machaca para que sintamos la eternidad de la juventud inexistente. «Todavía estás a tiempo», «Nunca es tarde si la picha es buena».
De nuevo se mani-fiesta (Luppi, ¡Que sí!) la insistente negativa que no sostiene el peso de la mentira. Cuando uno se da cuenta ya es demasiado tarde, el momento ha pasado y aunque la vida sea larga siempre parece corta en extremo para el aprendizaje que debiera realizarse. La escala humana tan solo escalda resultando un nimio arañazo a nivel universal y cada uno de nosotros representa el bit de un latido en remisión. El tiempo estrecha la brecha entre el todo y la nada, el lodo y la marranada.
Así era mi mente, repleta de cláusulas suspensivas suspendidas de puntos y a parte, nunca finales. Inserido en mi ADN, como una enfermedad genómica, lograba ser inmune al disfrute placentero y fútil refugiándome en la eterna pregunta «¿Es realmente necesario?». Al ser la respuesta «no» porque desde mi carenciado y cóncavo punto de vista pocas eran las cosas verdaderamente imprescindibles, todo me parecía estúpidamente ba(ca)nal. Me bastaba con respirar e ingerir alguna cosa de vez en cuando.
Volví dispuesta a podar los excesos de la escasez así que contraje, y sin él, la necesidad a su mínima expresión. Me encogí recogiéndome calladamente en un rincón esperando arder y renacer, como solía acaecer después de todo hostión. Lo conocí entonces, justo cuando hice acto de constricción y me ceñí el cinturón. Todo comenzó desde la brumareda. La claridad se amparaba todavía en el último ladrón esperando a ser encendido el postrero botón. La palmatoria aún no alumbraba, quedando todo sumido en el hosco silencio de la ignorancia.
Y de repente, se me atravesó una viga en el camino. Imposible desatenderla, flagrante aparición de tamaña importancia. La juzgué inoportuna por la pereza que se había apoderado de mí. No consideré que fuera un momento idóneo para ponerme a desenterrar cimientos y refundar terrenos en fundición. No me apetecía el trueque, ni el truco como moneda de cambio. Estaba exhausta por los kilómetros corridos sin remilgo y lo último que deseaba era otro desafío del destino así que retomé mis diálogos con el universo:
– A ver, ¿Por qué ahora? No, en serio, ¿Por qué? Mira, vamos a hacer una cosa, si esta persona es la indicada, por favor enséñame el camino y oriéntame en lo que tengo que hacer. Muéstrame el cómo porque confío en que si me la has puesto delante es por algo. Ahora bien, no está el horno para bollos y te pido por favor, y muy en serio, que si esta persona no es, entonces quítamela de en medio porque ahora no puedo con un desengaño más y no tengo ganas de cultivar calabazas. Estoy cansada de todo y de todos.
Mis desencuentros conmigo misma oscilaron durante algunas semanas. De arriba abajo, a veces me sentía pletórica, otras veces desalentada. Lo mejor de todo es que en ningún momento achaqué culpa alguna de mi estado a mi nuevo amigo. Resultó ser una persona maravillosa y rellena de una gracia airosa que me infundía alegría y unas inusitadas ganas de compartir cualquier nimiedad. Nos descubrimos palmo a palmo, a tientas lejanas, sin ti-no, un afinado desafino afín. Curiosidades muy íntimas compartidas en primera persona convergían en la profundidad aunque se revelaban de forma distinta. La familiaridad fue casi ofensiva y permanecimos tejiendo sin saberlo una inquebrantable tela de araña.
… mis putos puntos suspensivos… mañana más.