Un tiempo que pasa en 48150 y una piezas (2): Mi propia Sagrada Familia.

Previously en Al nacer heredé un rompecabezas (1): Una pérdida de tiempo de 48150 y una piezas.

48150 y un fragmentos y no disponía de imagen ni modelo u hoja de ruta a seguir. Procedí en base al tácito protocolo, no al proctólogo, del buen puzlista: desparramé la totalidad de piezas sobre la mesa como quien vomita una poesía. Naturalmente, no las conté, pero automáticamente supuse que faltaría al menos una por lo tanto contaba con 48150. Esa suposición me llevó de cabeza desde el primer momento y me afané por buscarla incluso antes de comprobar su ausencia. ¿Cómo se puede encontrar algo que no se ha perdido?

Para mi sorpresa, todas estaban teñidas de negros y grises, lo cual incrementaba el grado de dificultad, como si de por sí no hubiera sido suficientemente elevado. Supe que aquella sería la obra de mi vida: recomponer un rompe huevos ancestral. Mientras unos humanos se consagraban a construir templos, otros recomponíamos puzles. De todo tenía que haber en la viña del Señor, ¡Claro que sí! Mi Sagrada Familia particular yacía extendida sobre la mesa cual queso de untar.

Me pregunté de cuánto tiempo su fabricación habría requerido y, a juzgar por la artesanía o artenfermía, seguramente cuatro o cinco generaciones. Calculé que aquel rompecabezas databa no de 1888, sino de 1777. Lo miré con otros ojos, pues tenía un pedazo de historia entre las manos. Yo, que odiaba tanto la historia como los puzles, había contraído matrimonio con un pasado comprometedor y nada tentador.

Comprendí por qué me estuvieron entrenando y entreteniendo toda la vida con pequeños desafíos imberbes cuyo número de fragmentos creciente iba amansando mi aceptación, normalizando el hecho de estar delante de un escritorio buscando imbricarlas unas con otras. Si cuadraba, me sentía orgullosa y pletórica con esa sensación de haber dado en el clavo. Visto despectiva y restrospectivamente, parece estúpido sentir satisfacción por tal encaje, pero en aquel momento y en los sucesivos, el máximo desafío vital estaba condensado entre lo que aquel puzle representara y yo. No había nada más que me separara del propósito: completar la misión. Como un escualo en pleno ataque, el objetivo se fijaba en la mirilla y hasta el final. Contumacia era mi segundo nombre.

Llegado el momento del presente, mis padres sabían que me sentiría como pez en el agua y podría agradarme la estúpida manía de encajar piezas para pasar el tiempo y dejar que se me cayera la baba cual octogenaria sin control de sus esfínteres. Obviamente, no lograron implantar en mí la semilla del mal gusto por los problemas que no llevan más que al vaciado inexorable del reloj de arena haciendo de la nada más absurda la más absurdas de las nadas. Nadando en el mar como el pez gilipollas que sirve de alimento a los depredadores. Los puzles… ¡Dios, qué jodida estupidez!

Tan estúpidos me parecían estos escurre tiempo que me pregunté por la maravillosa cultura que los había inventando y, medio en coña me dije a mi misma «esta gilipollez tiene que ser obra de los ingleses». Los ingleses… en fin… tengo mis ideas sobre esa cultura inexistente tan dócil y sumisa, tan del absurdo «caca, culo, pedo, pis», del «contentment«, del «darling, dear, cupateeeea» que me dan más pena que furia.

Un tal John Spilsbury, cartógrafo inglés, se aburría e hizo una cagada de la creación alrededor de 1760, unos años más u otros menos. Con la intuición no se falla en cambio sí se folla, pero solo debe utilizarse para hacer(se) el bien y el tal Spilsbury hizo un puzle. ¡Tachán!

Para seguir con el modelo de niña ejemplar, sambenito que me habían encasquetado, me enfrenté al rompe neuronas con indescriptible ferocidad, una sonrisa de agradecimiento y una pretendida alegría más falsa que la moneda.

Solía decirse que con estas cosas, los puzles, se entrenaba la paciencia, la estrategia y el alejamiento, distanciamiento de lo material, de lo fútil. ¡Cuánta profundidad! Me encanta la solemnidad de mierda, aquellas afectaciones defecadas que se tiñen de importancia al tratar de asuntos absolutamente irrelevantes.

Hacer apología del puzle es como hacerlo de los mandalas, esas representaciones del universo con arena de colores que, una vez terminadas, son destruidas para simbolizar el desapego. Lo del desapego lo entendía, vale, una vez terminas ya está, lo puedes deshacer y ¿El tiempo dedicado a ello? Eso no te lo devuelve nadie, ¿Es acaso un proceso de transformación el que se opera mientras montas lo que tiene que ser efímero? ¿Era eso el desapego? Desapegarse del tiempo, aprender a poner granitos de arena los unos al lado de los otros y luego ¡Zas! Dejarlos a merced de un vendaval.

Para «perder» el tiempo prefería dedicarme a escribir historias sobre puzles y herencias. No servía aparentemente para nada, pero por lo menos me entretenía. Este era mi mandala y no el de encajar deformidades.

Sin embargo, y por absurdo e irónico que sea, pues así es la vida, me dediqué a coleccionar anomalías y a encajar deformidades porque esta mente malformada me impulsaba a buscar la vuelta de hoja a todo incluso a aquello que no lo tenía. Lo oculto, lo misterioso, los mapas del tesoro que no llevan a ningún lugar más que a la pérdida de uno mismo eran mi perdición. La absurdidad irrelevante siempre tenía que adquirir un doble significado porque no podía ser que fuera tan trivial y vacío. Mientras que para cualquier otro el desechar lo que no tenía sentido era la vía normal, yo me afanaba por leer entre líneas y buscar un significado inexistente. Me costaba aceptar que, a veces, no todo lo tiene.

Continuará…

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