Previously en Un tiempo que pasa en 48150 y una piezas (2): Mi propia Sagrada Familia.
Seguía encajando piezas yendo hacia delante algunos días para desencajarlas al cabo de poco. A los cuarenta había logrado un tercio de puzle, la parte más complicada sin duda, pues no tenía directriz alguna. Por aquellos entonces ya se vislumbraba algo parecido a unos dedos sosteniendo una esfera.
Lo vi tarde, pero lo vi por fin. Tantos jeroglíficos lograron subyugarme, todas las preguntas se agolpaban en aquellas sutiles piezas de madera. El enigma me llamaba de una manera salvaje, inhumana, todo mi cerebro estaba a disposición de aquello que parecía esconder grandes respuestas.
Olvidé que nunca nada puede estar tan enterrado. Los misterios de la galaxia se solucionan de repente, sin grandes gestas que los suscriban. Son porque tienen que ser y muchos no están destinados a revelarse, quizás tan solo a unos pocos. Las respuestas son inspiración divina y te golpean como el rayo. A cada trueno universal mi puzle vital se iba completando. Cada barrido era un berrido del cosmos precedido por un hostión de campeonato seguido de una bajada a los infiernos personales. Finalmente, una especie de iluminación divina se apoderaba de la mente sabiendo dónde encajar cada pieza. El rompecabezas se entretejía prácticamente solo.
Mi nuevo mejor amigo no encerraba una pregunta de los lugares comunes de la humanidad, sino que silenciaba todo el pasado de vejaciones, humillaciones, agresividad, violencia perpetrado por mis ancestros.
Completé la imagen rozando la cincuentena. En este caso valía más tarde que nunca porque aquel revoltoso sinvivir, herencia de las abuelas de mis abuelas, arremetía cada vez con mayor ímpetu. A medida que fui envejeciendo, mis relaciones eran auténticos calvarios para ellos, los no tan pobres diablos que se acercaban a mí para cualquier interés personal, y para mí que terminaba perdida en la incertidumbre porque nadie respondía claramente. No, no había tesoro tras el mapa, solo más enigmas, más secretos, una locura que, como buena enferma, trataba de comprender. Como estaba tan acostumbrada a los puzles siempre intentaba dilucidar la respuesta. ¿No era más fácil obtenerla sin circunloquios ni mentiras?
Tuve que aprender a podar las ramas antes de que estas tomaran un calibre mayor. «Esto sí», «esto no», «esto me gusta me lo como yo». Tuve que empezar a elegir yo para dejar de ir a remolque de los deseos ajenos. A partir de entonces nadie pudo jugar conmigo, yo también decidía sobre el devenir de mi vida. Si no jugaban con las mismas reglas que yo, era una roja directa lo cual no eximía de todo el dolor del mundo y altas dosis de sufrimiento por rememorar promesas que nunca existieron más que sobre el papel y pasaron a formar part del manojo de cartas de amor en el ataúd de madera de donde provenían las piezas del rompecabezas.
La imagen terminó siendo una esfera que representaba una naranja entera, un mundo, mi mundo, el que yo misma sostenía con mi mano izquierda, la mano de la acción, la que reparte. La mano derecha me sostenía a mí, todo este peso se volvió firme, determinado e inflexible. Con la diestra aprendí a manejar la melifluidad e inocencia de la siniestra y, así, en armonía por fin llegué a devolverle al mundo todas estas preguntas cuánticas, bien encajadas.
Pensé que un día me cruzaría, o no, aquello ya no me importaba pues yo sola aprendí a sostenerme, con algún otro que hubiera heredado un puzle más jodido que el mío. Esperaba las 62342 piezas que lograrían, junto a las mías, la combinación ganadora. Quizás no existiera tal composición y los números quedarían «perdidos» en el éter.
Quizás la combinación ganadora era aceptar que aquel profundo dolor a pesar de tener la esfera completa provenía de una lástima que nacía y se mecía en el interior de la misma alma. A lo mejor, después de tanto remedio y remiendo se hubo fijado como destino la soledad porque el amor que vine a aprender a dar era el amor hacia uno mismo y no estaba para compartirlo con nadie a la vez que ese mismo amor desbordaría un día y regaría terrenos ajenos.
Nunca lo supe, a los 80 años, en una residencia con la baba colgando y sin control de mis esfínteres, seguí encajando piezas pues habiendo completado el puzle, no me quedó otra cosa que deshacerlo para volver a empezar. La única diferencia es que conmigo moriría la maldición familiar de pasarnos un coñazo superlativo como este.
FINAL ALTERNATIVO
Cuando hube terminado el puzle, lo pegué para asegurarme de que nunca más volvería a encontrarme con él. Lo colgué de la pared del salón para nunca olvidar el calvario que respresentó. Me dediqué a vivir sin pensar, solo sintiendo lo que era «bueno» y «malo» para mí. El timón lo llevó mi cuerpo y mi mente dejó de hacer el gilipollas.
EPÍLOGO
No tuve nunca descendencia, me veía incapaz de alumbrar vida pero con aquello que aprendí, prendí otros luceros, esa fue mi contribución a este mundo de oscuridad cada vez más clara.
Sé que amé y con eso morí tranquila.

👌 👏👏👏
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