Nos quisimos poco: La dignidad se aprende. Como Marga, aprendí a ver a través de los agujeros que nos atraviesan.

Margarita tenía de flor, finura y delicadeza lo que mi abuela de bombero, nada. La llamábamos Marga, costumbre española muy arraigada la de apodar, acortar o renombrar al prójimo. A algún gracioso se le antojó la escuálida ocurrencia que atestiguaba de una perspicacia declarada en huelga: Amarga.

A Marga poco le importaban los viles retruécanos, decía que no era de su incumbencia cómo la llamaran los analfabetos (imbéciles era el término utilizado), se limitaba a ignorar los apelativos como rezaba el refrán: «A palabras necias, oídos sordos».

Estaba más sola que un hongo, quizás porque sus concesiones humorísticas las pasara por un colador chino no estando dispuesta a admitir tropezones, bajo ningún concepto. Se tenía en alta estima, se respetaba y dejaba bien claros los límites en cuanto a su persona se refería. Tan díscola como indómita, nadie producía en ella impresión particular y no había en el vasto mundo ni en nuestro diminuto pueblo, humano que le sostuviera un pulso lingüístico por más de dos minutos. Marga vencía siempre y a mí, pequeña y frágil criatura, me maravillaba su fuerza, su perseverancia, aquel cuerpo firme y musculoso, aquella mente brillante que derribaba sin escrúpulos y de frente cualquier indicio de falsedad u oprobio.

Tenía esta capacidad que tienen solo algunos elegidos de tirar del hilo de los argumentos hasta toparse con la intención real, más allá de lo manifestado. Era una verdadera bestia mental y por ello temida. Decían que manipulaba los diálogos lo cual distaba un mucho de la realidad, más bien, lo que solía ocurrir, es que las personas transformaban las hipótesis en axiomas y exponían uno hechos que se tambaleaban sin fundamento, pues los cimientos se plantaban en las nubes de pedos que otros se habían tirado mucho antes que nosotros.

Marga no tenía muchos estudios, no le hacían falta. Solía espetar que las escuelas y las universidades eran la entrada al mundo de la mentira y añadía al final que la familia también lo era. Huérfana de padre y madre, había sido dada en adopción, quizás comprada, por una familia cómodamente instalada en la clase trabajadora. Jamás le faltó de nada excepto lo único que nunca tuvo, la comprensión de sus padres y un sentimiento de pertenencia. Por ello aprendió a ser dueña de sí.

Se solía pensar que mejor era crecer en una familia impostada, y de postín como lo era esta, que carecer de la misma, pero el carácter irremediablemente hirsuto de la niña tendía a argumentar lo contrario porque a los salvajes no les hacía ningún bien la domesticación, los apocaba. Yo la creía a pies juntillas porque estaba de acuerdo que el mundo estaba lleno de buenas intenciones y que alguna de ellas no convenían en absoluto.

A sus treinta y diez seguía solitaria y parecía no importarle, pero los que tuvimos la inmensa suerte de romper su aislamiento y navegar por sus encierros pudimos descubrir la dulzura de una niña que, ante la atrocidad de la raza humana y los negros acontecimientos que la acompañaron hasta su familia de acogida, no tuvo más remedio que erigir una fortaleza mental inquebrantable y despiadada. Su franqueza moral no era recta pero sí honorable y, muy consciente de que los fines no justificaban los medios, reprobaba y rechazaba con virulencia todo de cuanto el mundo andaba lleno.

A mí me quería con devoción y solía decirme que éramos como dos gotas de agua, igualitas igualitas. Y yo la miraba embelesada sin comprender aquellas afirmaciones tan rotundas y convencidas cuando, entre ella y yo, se extendía el abismo. Solía decirme lo mucho que mi persona le enseñaba y que, de todos mis tesoros, el más humilde y escondido era también el más valorado: la inmensidad de mi corazón de oro. «Heart of Gold».

Un día me hizo sentarme a su lado y me dijo:

-Montsita, tú no lo sabes pero tienes los mismos dones que yo. Tengo que morderme la lengua para no hacerte un spoiler de tu vida. Ya lo irás descubriendo pero permite que me tome la libertad de decirte que nunca me topé con nadie que en esencia fuera tan idéntica a mí como lo eres tú. Te has equivocado ya demasiadas veces y seguirás errando hasta que no confíes en ti y no te apuntales a ti misma. Mi pequeña peonza, se te lleva el viento y te dejas ensuciar por los demás. Sólo con salir a la calle ya aumenta el coeficiente intelectual del mundo y, sin embargo, te manosean y te manipulan a su antojo porque eres egoísta y persigues tus propios fines que no sabes ni cuáles son. Tú te dejas, yo lo veo y me duele atrozmente verte chupar la suela de la infamia. Yo no puedo protegerte siempre y por ello tienes que aprender a reconocer tus debilidades. A veces tu comportamiento me provoca repulsa, especialmente cuando te veo rodeada de babosos inmundos que lo único que quieren es… y tú lo maquillas todo porque vives en otra realidad, vives un sueño particular y desde fuera se ve lamentable. Te veo y me hierve la sangre, es como si te asieras a un clavo ardiendo para no caer en el agujero de la desesperación. No lo comprendo, no entiendo que una persona tan mágica como tú se deje opacar por la bajeza de los burros, cerdos y demás animales que nos envuelven. No me gusta, me repugna.

Yo la miraba con los ojos como platos sin tener la más remota idea de lo que me estaba explicando y sus palabras me azotaban como látigos. Me devanaba los sesos por cumplir sus expectativas, por ser respetable a sus ojos y bajo aquella mirada inquisidora solo sentía que la decepcionaba una vez tras otra. Me alejé del mundo, pero lo hice mal. Dejé la vida externa por resignación y persiguiendo ese ideal cuya imagen era la representación de Marga. Me equivoqué nuevamente porque seguía pulsando la incomprensión de fondo: ¿Por qué yo no puedo ser como todo el mundo y disfrutar de las cosas sencillas?

Ciertamente, veía lo más obvio, lo burdo, lo oscuro, pero solía ver el humo cuando la casa estaba completamente calcinada y ya no había vuelta atrás.

Muchos, muchísimos años más tarde comprendí las palabras de Marga y creo que a día de hoy no me queda resquicio de duda ni de incertidumbre. Veo con la misma claridad que ella. Siempre me dijo que no era necesario transitar por tanto lodazal y que era una pena que tuviera que prestarme a ser el trapo de los hijos de mil putas que se me pasaron por la piedra. Realmente, duele. Y cuando echo la vista atrás y ahora miro a aquellas que me acompañan, veo lo que Marga entonces veía en mí.

Venderse barato, con poca ropa, a precio de ganga porque la herida interior es tan grande y tan dolorosa que una siente que tiene que hacer cualquier cosa para desviar la atención del boquete. Lo veo cada día y se me instala la desolación porque yo también estuve ahí, requiriendo atención como la más segura de las mujeres, la más agresiva e indomable fiera que, a la que fue cogida por un lobo de verdad, se le deshincharon las ínfulas de diosa.

Empecé a tararear la canción… yo había estado en el montón de lenguas que orgiásticamente buscaban a otros porque ese agujero debía ser llenado, alimentado pero que, cuanto más lo alimentaba, más pedía.

Lo veo cada día en un desfile de deseos de investidura desvistiendo a la santa para llenarla de lefa e irse. Nos quisimos poco, pero la dignidad se aprende.

Antes de que la policía de lo correcto lo censure…

6 comentarios en “Nos quisimos poco: La dignidad se aprende. Como Marga, aprendí a ver a través de los agujeros que nos atraviesan.

  1. Avatar de Raúl Ruiz
    Raúl Ruiz dice:

    Una buena reflexión sobre la relación con Marga y cómo su influencia impactó en la vida de la autora, destacando la importancia de la dignidad y la percepción de la realidad. También se menciona un deseo de aprender a ver a través de los agujeros que nos atraviesan. Increíble 💯👌🏻

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