La ciudad de los mendigos: El chico medio robot y los habitantes cóncavos en la cuenca del Mediterráneo.

Mendicidad, miseria, hambre y desolación se extendían vastamente por aquella llanura dejada de la mano de Dios. La llamaban «Mendigaceli: la Ciudad de los Mendigos», pero todos sabían que sus horizontes se extendían más allá de los confines visibles. La plaga no se podía contener y a pesar de que todos sus habitantes hacían la vista gorda y los oídos sordos, los sollozos y aullidos de dolor no pasaban desapercibidos.

Yo vivía allí desde que mis padres me abandonaran a mi suerte a la pronta edad de tres años. No tengo memoria de aquel entonces, pero mi cuerpo bien lo recuerda. Un veneno quedó inoculado bajo la piel y a modo de tatuaje invisible, supuraba hiel a cada atardecer.

Los crepúsculos hacían nacer en mí una extraña sensación de separación. Una náusea me apretaba la garganta y una soga me impedía respirar. Así pasaron décadas. A cada atardecer, necesitaba huir del tránsito que apagaba el día. La noche me reanimaba y, a pesar del hondo penar que se anclaba al corazón, en el silencio y el sigilo hallaba un remanso de tranquilidad que trataba de postergar hasta bien entrada la madrugada.

Por las mañanas nos despertaban los quejidos de María, la vecina del cuarto, siempre pedigüeña ante un José con cara de palo huidizo y huraño. En aquella ciudad se lamentaban hasta los goznes de las puertas que, al empujarlas, soltaban su aflicción al aire transportándola hasta todos nosotros.

Unos pedían sin cesar como si la boca se la hubiera hecho un fraile. Los otros solicitaban sin realmente expresar. De soslayo, las miradas debían ser interpretadas para no propasarse en un demasiado o no suficiente. Vivíamos en una sociedad con la piel fina y la intolerancia gruesa aunque quisiéramos pensar lo contrario.

En algún momento me sobrevino un cortocircuito y se fundió un fusible que pasó desapercibido hasta bien entrada la adultez pues yo era de las que había aprendido a no necesitar para no depender y, sin embargo, necesitaba más amor que alimento. Recuerdo que viví casi cuatro décadas en aquel fangoso pantano de necesidad inexpresada. Queriendo no necesitar y, no obstante, necesitando sin querer. Yo era de las que no pedía, mas exigía un retorno de la inversión. Me arrastraba ofreciendo mis servicios como si estuviera haciendo un favor a los tomadores cuando, en realidad, ellos eran los que me hacían un favor a mí porque era yo la que quería ser querida. Ellos también, cada uno a su manera, demandaba atención en un baile de máscaras cansino y aburrido hasta la muerte.

Y en aquel batiburrillo inmundo de sí pero no, de quiero pero no quiero, de necesidades encubiertas y mal gestionadas, de egos relucientes y oxidados… Apareció una estrella que iluminó mi cielo.

El lucero del alba me susurró arrullándome con esa meliflua voz que estaba bien necesitar, que era humano sentir miedo y tristeza, que era propio de mamíferos buscar la vinculación, el abrazo, el beso y el desaparecer en el otro. Que cuanto más tratara de huir de ello, de negarlo, de evitarlo, más fuertemente arremetería la necesidad. Me otorgó un don, por fin tenía uno, y era el de ver los boquetes en las personas. Entonces me pidió que observara a mi alrededor y empecé a ver que los humanos estaban inacabados. A unos les faltaban algunos órganos como el corazón y, en su lugar, había una insondable cavidad negra. Algunos no disponían de ojos, ni orejas, eran los que no querían ver ni oír. Los casos más graves se presentaban en formato robótico donde el cableado era de una lógica aplastante y no dejaba espacio para el alma.

Una vez vi a un chico medio humano medio medio máquina, como si su cuerpo orgánico estuviera separado de su parte superior robótica. Era un chico divino y bueno. Nos hicimos rápidamente amigos porque a mí me saltaban las chispas y a él le faltaban cortocircuitos. Me vi en él, huyendo de la necesidad de necesitar solo que, por entonces, yo ya andaba con el corazón recompuesto y las tripas medio descompuestas por tantas emociones reprimidas, evitadas, ignoradas y negadas durante años.

Al chico se le retorcieron las entrañas en cuanto me tocó y pensé: «Mierda, ya la has vuelto a liar con tu toxicidad». Quise correr lejos de allí solo que él me sujetó la mano y me atrajo hacia sí para darme uno de los abrazos más necesitados de mi vida y así se lo expresé. Al principio me invadió un pavor inhumano, pero su mano me asió más fuerte y, poco a poco, dejé de sentir miedo. En aquel momento, creo que se me desvistió el alma; lo peor había pasado. Nos acurrucamos el uno en el otro y dejamos de ser nosotros. No solucionamos el problema de la mendicidad, pero al menos hallamos un bancal de calma donde reposar y dejarse sentir.

Al día siguiente continuó el camino y, sin deshacer lo andado, seguimos cada uno por sendos derroteros a sabiendas de que, esta vez, alguien estaba al otro lado. Mientras tanto, debíamos proveernos de nuestro amor propio para dejar de ser lo que habíamos estado siendo hasta entonces.

12 comentarios en “La ciudad de los mendigos: El chico medio robot y los habitantes cóncavos en la cuenca del Mediterráneo.

    1. Avatar de elrefugiodelasceta
      elrefugiodelasceta dice:

      Oh! Estrellita, gracias. No hay que dejar de ser, solo saber que uno puede ser y a la vez estar. La compañía de la buena es lo mejor que nos puede pasar en esta vida. Como dijo Christopher McCandles (into the wild) : «La libertad y la simple belleza son demasiado buenas para dejarlas pasar.» y otra, para mí la mejor «La felicidad es solo real cuando es compartida» porque a través de los demás existimos.
      Gracias por estar ahí Esther.

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