El retiro de Adán y Eva: Una reliquia silenciosa entre la maleza. La luna desapareció y se fue a beber con los peces en el río.

Se quedaron en silencio, solos él y ella, y por cuatro días apenas pronuciaron palabra. Se hablaron con la mirada, con la sonrisa, con la piel. Se besaron después de mucho anhelo, sin osadía, con respeto y miedo a partes iguales. Se respiraron acompasadamente imbricándose el uno en el otro como si fueran los hilos de un mismo descosido.

Los abrazos fueron alimento y las caricias como agua del río que copiosamente irrigaba los campos de cultivo de la Alcarria. Siempre queda algo de todo lo que se dice y, aunque no sea preciso, es precioso.

El veganismo asilvestrado se convirtió en canibalismo amanerado. Se devoraron en el silencio de la noche, entre aguacero y chaparrón. Se disolvieron en sus propios fluidos mecidos por el vaivén huracanado de unos postreros coletazos invernales. La estación llegaba a su fin a pesar de retomar resuello para protagonizar una rabieta infantil. Así como el moribundo que resucita antes de que los estertores se apoderen de su respiración, el invierno se envalentonó y de tanto emborronar el paisaje, se borró a sí mismo.

Se intercambiaron las almas, dejaron de perseguir sueños rotos o amores perros. Jung quedó relegado a la palestra por ser quién fue, pero después de los milagros en curso, pocas sincronicidades cupieron en aquel lecho. No fue el karma, ni el dharma, ni la madre que los parió. Fue la luna que ante semejante belleza de dos, decidió taparse los ojos y dejarlos a solas por una noche. Se fue a beber con los peces en el río sin rielar mientras ellos hacían el amor como quien hace magia.

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