Todavía quedan resquicios de odio dentro de mí. Siento su eco, en el fondo de un silencio casi imperturbable, reverbera el quejido del monstruo castigador. Gime, gruñe, se desgañita haciendo añicos la paz tan duramente conquistada. No hay mal que cien años dure, ni cuerpo que lo resista, tampoco tregua.
Ahí tengo de nuevo al invasor, haciendo gala de sus más pérfidos ardides. Pareciera como si en este tiempo de ausencia se hubiera quedado sin fuelle aunque ahora, subrepticio como el cobarde que es, serpentea sigiloso susurrándome lo mucho que prefieren a los demás antes que a mí. Arremete de nuevo con la misma cantinela de siempre. ¡Qué cansino! Quiere hacer pagar la injusticia, la traición, la soledad, la humillación a cualquiera que lo despierte. Odio, odio, odio y más odio. Toneladas de odio que yacían en el fondo del océano. Este personaje que me parasita no soy yo, es tan solo una parte de mí que en algún momento me condujo hasta aquí. Él quiere exhumar los cadáveres del pasado que descansan tras el armisticio firmado entre ambas partes. El parásito quiere romper el tratado de paz. La guerra fría nunca terminó, tan solo fue escondida tras un tupido velo gestáltico.
Se apalanca en la cicatriz que otrora fue abismo y logra redundar un olvidado sentimiento de insuficiencia y de comparación:
«Sigues sin ser la elegida, sigues aceptando las migajas, estás sola, nadie te quiere, nadie te mira ni siquiera cuando estás enferma. Corren hacia otro lugar, los prefieren a ellos. Huyen de ti y tú, de mientras, estás sola, sola, sola. Siempre preferirán la compañía de los demás, no la tuya. Siempre estarán demasiado cansados…».
Esa melodía ya la conozco y es el preludio del odio. Necesita encontrar razones para seguir odiando, Necesita el odio como alimento, como gasolina porque gracias al odio está vivo. Estoy pasando por la casilla de salida del monopoly aunque esta vez, ya tengo propiedades y no voy pagando rentas a titirimundi. Esta vez no me despisto y, lejos de mirar a otra parte, me siento con lo que hay. No rechazo al parásito, no lo quiero silenciar, ni perseguir, ni entregar a las fuerzas del orden. Esta vez sé lo que se viene, sé lo que anuncia y sencillamente reclamo su atención desde una silla vacía que me hago a mí misma. Le habla la parte tierna, la adulta que mira con misericordia a esa niña olvidada y que, a veces, se aviva:
«¿Qué te pasa?, ¿Qué necesitas?,¿Cómo puedo ayudarte? Muéstrate, no te rechazo, me permito la rabieta, me permito el capricho, sé que eres parte de mí o al menos de lo que fui en un pasado. Te atiendo, sea lo que sea estoy por y para ti. No te escondas y manifiesta lo que realmente te está doliendo.»
Y rompo a llorar porque veo que tan solo hay un velo que castiga la realidad tornándola competición. Una lucha que solo existe en mi cabeza donde existen los adversarios, los que están conmigo o los que están en mi contra. Los fuertes y los débiles. La jungla de asfalto está ahí fuera y si no eres de los vencedores, entonces formarás parte de los vencidos. No hay medias tintas, renace el guerrero con visión de túnel y una sola misión: Sobrevivir a cualquier precio y proteger su dignidad. Tal es la programación del parásito que trata de infestar al huésped. Esta vez, no obstante, el hospedero sabe más por viejo que por Diablo.
Conozco el preludio, es demasiado familiar. Ecuanimidad: El amor no se disputa, que hay amor a raudales, que la abundancia está al abasto de mi mano y que, además, desde el amor quiero la libertad incondicional para todos los que me rodean. Si realmente me conecto con lo que yo necesito y no con lo que mi ego quiere, veo que anhelo estar en silencio y a mi disposición. Soy presencia para mí. Lo último que necesito es estar pensando en ceder mi atención a alguien o sencillamente estar pendiente de otra persona que no sea yo. Y todo lo anterior proviene de un axioma igual de absurdo que el reclamo de atención: tengo que estar por los demás. De ahí mi alergia a la responsabilidad.
La única responsabilidad que tengo es ELEGIR qué vibración quiero poner en el mundo y cómo quiero reaccionar. ¿Desde la niña herida odiando y rechanzando? ¿Desde la adulta amorosa que comprende que nadie tuvo la culpa y se responsabiliza de mirar y elegir el amor y la compasión hacia sí misma?
El tirano cierra sus fauces y con los ojos como platos, llorosos de tanto aguantar, vuelve a maullar dócilmente. La templanza que domina a la fiera. Tres puntos colega.
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