¿Qué es exactamente lo que nos lleva a no valorarnos? : El caso de Lucía O. una llama de esperanza devastada

Domingo, día de reflexión, de introspección y de pesca submarina para rescatar en las profundidades el unomismo, un pez que se muerde la cola, si lo dejas.

Lucía O. era una mujer que frisaba en la cuarentena. Se podía considerar socialmente funcional, esto es que dormía bajo techo, pagaba sus facturas a tiempo, no tenía vicios perniciosos para su integridad física, ni fumaba ni bebía ni abusaba de sal, azúcar o café, aunque era «salá», dulce y resuelta.

En cuanto a su aspecto se refiere, destacaba por ser una mujer atractiva, no bella, pero sí seductora. Una amplia sonrisa coronada de dos grandes ojos de un verde pantanoso que se volvía radioactivo a contraluz así como en los días nebulosos aunaba la dureza del pasivo agresivo y la suavidad de la niña herida. Dejó que en su pelo se estrellaran naturalmente los destellos de luna tan propios de edades más avanzadas y que la negrura de unas cejas perfectamente perfiladas contrastara con la lividez de su rostro.

Lucía no era muy dada a las aventuras fuera de casa, pero por ser domingo, decidió aceptar la invitación para ir a hacer submarinismo. Conoció a un instructor en el supermercado la semana anterior que la abordó desde el parabrisas de su coche con una nota que la hizo sonreír «Tienes una mirada preciosa».

Se levantó el domingo y medrosamente se contempló en el espejo del baño. No se sintió ella, si es que ella existía como tal. Se disponía a zambullirse sin ganas bajo las aguas todavía frías del mediterráneo y ¿Para qué? Para salir, para hacer algo, para no estar pendiente de sus altibajos, de su desidia, de su caída libre.

Se volvió a meter en la cama vestida y le envió un mensaje al submarinista. «Gracias pero no puedo ir, lo siento, no me encuentro bien. Que pases un buen domingo».

¿Qué cojones le pasaba? ¿Por qué una persona en la flor de la vida se sentía exangüe, vacía, como si nada le importara? Lo tenía todo para ser feliz y, sin embargo, subyacía un desarraigo del que nacía un dolor implantado en la profundidad de las entrañas. Volvía a sentirse ajena a ella misma, el eterno retorno a las cavernas, al trauma del abandono, de la soledad y al deseo de desaparecer.

Lo tenía todo a su disposición, tan solo tenía que alargar la mano y tomar la alegría del que está vivo, la abundancia de la que se rodeaba y que brotaba de su interior. En aquel momento parecían haberle inoculado un virus cuya expresión era la pobreza y el vacío del alma. La noche oscura se cernía a pesar de la luminosidad propia de la primavera.

No esperaba, no leía, no pensaba. Apareció como una enfermedad oportunista, resurgió, siempre al acecho, acoso, derribo. Era él de nuevo repitiendo su cantinela…

«Yo te quiero, nadie más que yo te quiere porque eres especial, eres tan especial que nadie más te puede entender porque tenemos la misma esencia, gemelos, uno solo, dos, no, no te puede entender nadie solo yooooo… yooooo…. yoooooo…»

Otra vez, a través de los años, se había verificado, nadie más la podía querer porque al final todo el mundo la decepcionaba. Ni su familia, ni su entorno, ni ella misma se quería. Y ¿Dónde residía el origen de aquel mal? ¿Por qué una mujer hermosa se dejaba pisotear por un cualquiera? ¿Por qué se dejaba violar el alma por un espectro cuya existencia ni siquiera se había materializado todavía? ¿Cómo era posible que los rumores lograran colarse por esas grietas abismales y dejaran su rastro sin rostro? Confusión e irrealidad. Necesitaba hechos, no palabras. Hechos, materialidad, necesitaba un «para siempre», «ayúdame», «te necesito», «ven, por favor».

¿De dónde venía todo aquel huracán devastador que pasaba periódicamente y dejaba el terreno yermo y sin vida? ¿Por qué era incapaz de confiar y cuando lo hacía abría la puerta sin filtro dejando pasar a todas las sanguijuelas, alimañas e insectos nómadas y transeuntes de lo más repulsivo?

No tenía sentido. Nada tenía sentido en aquel momento como en tantos otros.

Decidió llamar al Instituto de víctimas de estrés post traumático. Aquello era mucho más que una crisis existencialista que se podía tratar con una terapia al uso. Aquello era mucho más que un complejo de Electra mal solucionado, un Edipo irresoluto o un síndrome de Peter Pan mal gestionado.

Le había volado la tapa de los sesos y con ellos la brújula interna había desaparecido. Había perdido el norte y no sabía si hacía castillos en las nubes o burbujas de hiel y mierda donde las brujas retozan en aquelarres de aquel que arde en el olvido resurgiendo periódicamente.

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