La rigidez mental, la culpa, la ansiedad, la duda. Esos cambios de parecer en 180 grados cuando alguien esboza un comentario sobre algo, normalmente sobre alguien. El miedo y la ira ya tienen apellidos, por fin. Después de tantos años conmigo misma he terminado por ver eso que siempre me ha acompañado y que no sabía de dónde venía. Esa sensación de cabreo generalizado con el mundo, esa efervescencia repentina que sube como la espuma y ante la cual, de un bandazo, envío a tomar viento cualquier cosa sagrada o no.
Ni se justifica, ni se venera pero tampoco se persigue ni se fustiga: las cosas son como son y yo soy como soy. La única diferencia es que ahora puedo ponerle nombre a las reacciones y asimilarlas a una manera de proceder, clasificarlas, categorizarlas y reconocerlas para poder aceptarlas, integrarlas y que dejen de ser rechazadas pudriéndome la vida.
Tengo un miedo profundamente arraigado, probablemente provenga de generaciones anteriores, vidas pasadas que gracias a este miedo pudieron sobrevivir. El temor a casi todo me ha acompañado desde que tengo uso de razón, pero lo curioso es que nunca había sido consciente, por extraño que parezca, de que esto que sentía era miedo. Angustia, tal vez, pero ¿miedo? «yo no le tengo miedo a nada» solía repetirme a modo de mantra. Pues nena, en realidad le has tenido miedo a todo, pero nunca supiste que esta desazón que te cogía al tener que decidir se llama también «miedo». El miedo no es sólo un sobresalto, una taquicardia y una descarga de adrenalina momentánea. El miedo es también la rumiación constante, la prevención exagerada, la organización impoluta, la exageración de la eficacia, la idolatría de la eficiencia, la abolición voluntaria de la libertad de decidir. El libre albedrío causa vértigo porque «¿Y si me equivoco?», «¿Y si estoy tirando mi tiempo por la borda?», «¿Y si al final esto no resulta y he pasado x años haciendo algo que finalmente no ha servido para nada?», «¿Y si me ato demasiado a esta persona y finalmente me traiciona?», «¿Y si duele tanto que no puedo salir de aquí y me tengo que quedar toda la vida sin poder salir de aquí sola y me vuelvo loca y me muero en vida y…?»
Me encantaría irme a vivir aventuras, pero… estoy tan cómoda ahora que… ¡Qué pereza desbarajustar todo lo que me ha costado tanto construir!, ¿Es realmente pereza?, ¿Y si a mi familia le pasa algo y yo estoy tan lejos que no los puedo ver nunca más?, ¿Y si duele demasiado?… Así, toda la vida desde que nació la conciencia de la maravillosa mente humana. Un calvario absoluto que sólo se calmaba a golpe de literatura y deporte para evitar pensar porque el pensamiento, como muy acertadamente decía Krishnamurti (otro 6) entre otros, es el responsable de nuestros problemas. El pensamiento y por ende el ego es el responsable de catalogar la realidad y llamar «problema» a todo aquello que va en contra de «lo que debería ser» según nuestro ideal.
Las cosas son y nosotros las interpretamos en función de cómo somos nosotros. Por fin entiendo con el cuerpo la crítica feroz hacia todo y todos. Como soy yo, interpreto el mundo y la gente. La insoportabilidad del ser uno mismo se extiende a la sociedad entera. Entiendo, por fin, una parte de esa famosa ley del espejo que explica que las personas son sólo un reflejo de aquello que llevamos dentro y que no queremos ver en nosotros mismos. Odiaba a los cobardes porque yo misma tenía un miedo estructural no reconocido que se manifestaba a través de los demás. Odiaba la duda y al dubitativo porque yo misma soy la duda y la dubitativa.
Sigo odiando las desatenciones y la interpretación de un posible rechazo por parte ajena me provoca una reacción visceral de rechazo porque siempre me he sentido rechazada. Agravio comparativo con el pequeño de la familia. Lo más extraño es que todo cursa de modo inconsciente y las reacciones son eso mismo: reacciones compulsivas que tan solo se calman cuando se hacen conscientes y se aceptan.
El porqué racional del miedo irracional tendrá que ver con una sobreprotección parental que nunca nos dejó (hablo en plural pues a mi hermano le pasa lo mismo) explorar sin que cayera el yugo de las terribles consecuencias. «Cuidado que si haces esto… pasará aquello.» Esa previsión constante cuyo goteo incesante termina horadando hasta el mineral más compacto. Ahí anidó el miedo y la temida consecuencia que jamás se dio porque se evitaron todas las conductas temerarias.
Aprendí que sin reglas la vida se vuelve una jungla y pueden pasar «cosas malas» así que rápidamente todo quedó bien atado en horarios rígidos y estructurados para ser un máximo de eficiente. Y lo soy, vaya que si lo soy. Soy robóticamente eficiente. Aprendí a reprimir o, mejor dicho, a anular las sensaciones corporales y a remplazarlas con un mantra que le funciona muy bien a otros eneatipos, por ejemplo a los 4, «Hay que hace lo que hay que hacer». Piloto automático y patada siempre hacia delante, aún estando al borde del precipicio. Así, me vinieron a visitar Ansiedad, Angustia y Desesperación. Remedios se quedó en la puerta mientras Dolores colonizaba mi cuerpo y mi mente. Bloqueo respiratorio absoluto, imposibilidad de conciliar el sueño hasta llegar a la culminación con el ataque de pánico. Morí, el que lo haya vivido sabe de qué estoy hablando. Nunca pensé que moriría en esta desesperada angustia: taquicardia y ahogo. Si la muerte es así, hay que aprender a morir dulcemente. Aprendí a morir, acepté la experiencia no sé cómo, supongo que la hice conocida. Se instaló como algo natural y cuando me subía la frecuencia cardiaca, aprendí a reconocer la sensación física. Cerrar los ojos y respirar y dejarse colonizar por la expansión del calor fruto del miedo que inunda el cuerpo.
Continuará con la neura, la sed de pertenencia, la búsqueda de seguridad y la proyección de la culpa a nivel esquizoide…
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