Amaneció el domingo emborronado, espumoso, y en el horizonte, apenas se divisaba el mar debido a la veladura de la bruma. Mis aposentos estaban atestados de libros y notas que, como de costumbre, enseñaban silenciosamente los dientes aunque tratasen de mostrarse dóciles y acariciables envueltas de florituras y rocambolescas rimbombancias. Mi estilo era cansino, mi prosa pesada, yo era un coñazo enconado que se hastiaba de sí mismo y trataba de escapar vana y vanidosamente del encarcelamiento de las palabras. ¿Cómo? Irónicamente, con más verbos reverberando en el istmo del fatalismo, fatal.
Me había labrado una imagen propia de iconoclasta siendo una iconoplasta de campeonato y, aceptando a regañadientes que nada es lo que parece sino todo su contrario, reparé en la portada de «Dr. Jekyll y Mr. Hyde» que yacía en spagat sobre el sofá. Mejor utilizar el término francés (oh la la!) para describirlo: «le grand écart» traducido como «la gran brecha». «Gran brecha la mía», reí entre muelas y esa imagen del abismo (otro ismo) me llevó hasta él. «Él», sí, era «él» y no «ella» a pesar de que entre sus líneas se colaran adjetivos redondeados con una «a».
«El escapista del hambre» era un escaparatista de contrastes paisajísticos. Agrestes, urbanos, agresivos, agrios, soñadores, horizontales o verticales, mas por encima de todo infinitos. De todos ellos se reportaba una despiadada soledad ante la cual él había desarrollado el arte de la genuflexión.
Solíamos encontrarnos en el bar «La Plañidera» cada tarde de domingo. Era un lugar al que, como su nombre indica, la gente como nosotros acudía a lamentarse de la pobreza y aspereza de la existencia. Todos los asistentes, tan dispares y similares a la vez, movidos por el lúgubre alarido del alma en el repecho de la vida, afluíamos en tropel a «La Plañidera» para airear nuestras mónadas, y algunos también sus gónadas, en pos de hallar un público para el regocijo de nuestros pequeños grandes egos.
Los agujeros del culo que acudían eran todos ellos muy personales y, aunque trataran de ser colectivos, eran de ofensiva particularidad. Y, como muestra, este botón en florecimiento. Cada uno tenía el suyo y trataba de exponerlo con toda suerte de bordados dorados bordeando la eminente oscuridad. La hediondez se volvía insoportable al cabo de un rato y tanto desgarre (b)anal hacía que la pornografía embotara los sentidos y, por lo tanto, las sensibilidades. Todo era artificio, pacotilla sobre henchida hasta la náusea, tal cual lo es esta prosa que narra la nada en la compulsión de no dejar de hilvanar palabras a las palabras como ejercicio diario. Visto un culo, vistos todos, diferentes en formas iguales en fondo, servían para aliviar al organismo, nada más.
Entre semana solía ver al escapista en «El Payaso» un lugar pobre en sustancia y también rico en a(s)nos. La pestilencia rayana en lo ofensivo retraía al viandante que asomaba su nariz aunque el aire invitador aspiraba sagazmente y, una vez en las entrañas de «El Payaso», se tornaba en imposible salir del ardid tramado como la tela de araña que atrapa para ser engullidas las presas. Noventa segundos de inoculación espiritual en vena hasta la siguiente descarga de neurotransmisores mantenían el enganche a flor de una piel demasiado fina, hiperreactiva a las insustancias exógenas.
Fue en ese mismo lugar en el que me percaté de que «el escapista del hambre» parecía más bien una persona derruida llevando sobre sus espaldas el peso de la vida.
De físico desdibujado, el escapista debía de contar con los cuarenta bien cumplidos si no había traspasado ya el umbral de la cincuentena. Lo sé porque había firmado un pacto faústico con el diablo ofreciéndole su alma a cambio de un armisticio como todos los que nos hallábamos en la misma franja de Gaza y basculábamos hacia la paz internacional en cada una de las galaxias que nos conformaban. Abogaba por la tranquilidad, la no confrontación y yo hubiera querido escribir «la aceptación», pero me salió «la resignación».
Un joven prematuramente maduro, deshilachado y recompuesto por las infructuosas tentativas de encontrar lo que buscaba. ¿Qué buscaba? Construir puentes que unieran universos, pero solo halló los más infectos y apestosos esfínteres de encaje bucal y, como observador del cienpiés humano, decidió meterse pa’dentro evitando meterse dentro. Tragándose a sí mismo, reprimió su apremio y terminó conformádose con lo que había.
«Es lo que hay» me decía cerradamente bajando la mirada con una pesadumbre que oscilaba entre la pena y la vergüenza. Yo, polvorilla, quise demostrarle que no, que la esperanza es lo último que se pierde, que a veces fluctúan esencias como la nuestra y que hay que agudizar el olfato y no la vista. Cada Jekyll tiene su Hyde, por cada Narciso hay un Goldmundo y todo Frankeinstein crea su monstruo, mas los efluvios que emanan de las almas son gemelos si el humo no cubre el color, el olor.
De alguna manera (no sé cómo pues mi naturaleza es atrabiliaria, follonera e incapaz todavía de cerrar su piquito de oro) se embutió en sí mismo. Se remangó la ilusión replegándola, doblegándola, hasta lograr un espesor propio de la piel del elefante que no sufre ni padece. Aunque le estallasen las entrañas, estaba seguro de no salpicar y el puré de vísceras quedaría dentro. Guardando un perfil bajo y fantasmagórico se desplazaba con el viento, era gaseoso que no volátil, dejaba el rastro de un aroma liviano y agradable, sin pesadez.
Queriendo desaparecer de la foto, pero evitando dar explicaciones pues le molestaba ser el centro de atención, optó por tomar él el retrato y no tener que entregarse al circo de vanidades circundantes que lo hostigaba con preguntas. Podría haberlo llamado «Tusitala», como llamaban a Stevenson los samoanos que se traducía como «El que cuenta historias» (o eso leí sin preocuparme de indagar), ya que eso es lo que hacía y por ello lo conocí. Cualquier alusión a Inglaterra, Escocia o Irlanda me lo traía de vuelta. En este caso era porque Stevenson nació en Edimburgo, teniendo en cuenta que Samoa está ligeramente más lejos.
Soñaba con el mar, pero vivía en secano. Parecía tener el pájaro en mano y dejaba escapar a los ciento volando. Había colgado el hábito de juventud junto al de jovialidad en el anárquico perchero de izquierdas, a la entrada del templo de la tanquilidad. Un imaginario con pinceladas de realidad contemplaba con indolencia la realidad del infinito con tintes de imaginario y ese horizonte perfectamente dibujado que mediaba entre las piedras pulidas y el dedo que se deslizaba sobre la vida de los otros, se delineaba como finito y delgado. Un código establecido tácitamente, un pacto de no agresión entre las partes que omiten las hipótesis porque han encontrado un recoveco de comodidad y ¿armonía?. Las concavidades de uno acogían las convexidades del otro y, habiendo sacado la enésima imagen del día tras el enésimo desliz dactilar, volvían calladamente y de la mano envueltos de parsimonioso silencio a mecerse en el vaivén de lo cotidiano. Me pareció una imagen hermosa aunque desoladora vista desde la revuelta de huevos del inconformismo.
Quería sorberle la vida y coserle a preguntas. Le invité a café, pero declinó educadamente la oferta, ya no bebía.
¡Qué maravilla! Me encanta ❤ Sin embargo, lo de sumarte al elenco de esperpentos con: «tal cual lo es esta prosa que narra la nada en la compulsión de no dejar de hilvanar palabras a las palabras», no me convence. Más que nada porque tú no narras palabras vacías, sino que las tuyas (bellas y creativas) están repletas de sentimiento y meditados pensamientos. Que no cesen nunca estas composiciones que saben llegar y anidar en nuestros corazones. Un besazo enorme.
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Gracias Tania, amor de mis amores. No digo que me sume al carro gratuitamente y siempre, sino que he caído en la tentación y años «a» lo hice. Si reviso mis escritos, hay intimidades que se buscan por puro desconocimiento de mis lamentos. No voy a releerme porque me daría vergüenza, ya no estoy ahí, ni mucho menos, los tonos de ensoñación pasaron de moda para mí. La cruda realidad se impone y por fin, de alguna manera, la sacudida vital obliga a chupar el asfalto con la lengua. Hay callosidades que se forman, inevitablemente. Me gustan tus rimas, llevan tu firma, hermosa luciérnaga!
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💚💙❤️
Happy Sunday 🌈
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Así pues La Plañidera, una pena no haberme encontrado esta maravilla antes, lo habría añadido a la historia de esta semana, encajaba a la perfección 🙂
Y nada más, hoy me has dejado sin palabras, y mira que tengo unas cuantas
Un abrazo
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La plañidera, sí señor. Ayer leí tu escrito, pero como siempre, me reservo el comentario para el día siguiente porque contigo hay que hilar fino y escrutar las líneas por su anverso y su reverso.
Y sí, vi que encajaba bien…
Espero que ese miedo que sentías se disipara, como puedes ver, nada albergan mis líneas que tú no hayas dicho con anterioridad.
Un abrazo artista.
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Bastante bien descrito.
Camina sobre el filo de la navaja un funambulista de equilibrios imposibles.
Sangre en los pies, lágrimas en el alma.
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Gracias! Un funambulista sí, creo que lo somos todos. Sangre en los pies, lágrimas en el alma… brindo por esta hermosa frase!
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Te he leído sonriendo, es más, me parto, te sobra talento para expresar y escribir y aunque lo dudes, ¡viva la vida y la contradicción!, lo sabes. Me olvidé de lo que nos contaba Hesse de esos dos niños pero me he acordado de otros dos también de colegio en otra de sus novelas, Bajo la rueda, creo que se titula, si no la has leído, no te la pierdas porque es una joya, estoy segura que te gustará. Hay un niño allí, un poeta, un follonero, jejeje, como tú narradora. Es además una ficción, sí, pero joder, bastante autobiográfica. Abrazo, Algodoncito.
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Esther! Bajo las ruedas de Hesse! Sí ese mismo, me encantó. Y es que, poco queda de Hesse que no haya leído y releído. Demian es otra maravilla. Todos esos personajes taciturnos que aportan luz a la inocencia. Esa inocencia que muchas veces y pasada una edad, sin tener consciencia de ella, se transmuta en oscuridad, lejos de lo que nos quieran hacer creer. Los personajes de Hesse están para recordarnos que hay que crecer, aportan ese punto de oscuridad o realidad que tanta falta hace.
Gracias por tus buenas palabras, el talento está lento y se trabaja con el tiempo, no es genialidad, son horas de lectura y escritura. Aun así, gracias infinitas, Estrella.
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Por cierto… lo de «polvorilla» me ha molado. 😀
Luciérnaga.
Farolillo.
Algodoncito.
Polvorilla.
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Maravilloso 💯💙❤️💓🙏
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